Memoria de un superviviente de De Juana Chaos

Mikel Azurmendi

ABC. 18 de febrero de 2007

Con la imperturbabilidad del péndulo en sus entrañas los asesinos estipulan el día y la hora. Y la munición. Tic tac, tic tac. Día 12 de junio del año 1985. Madrid amanece claro y con un resto de la brisa de una noche en la que cuatro asesinos han dispuesto que el amanecer sea rojo. Que se expanda por España el calor de Euskadi, ese tinte de fondo rojo para «representar el llamamiento a guerra contra el extranjero» que Sabino Arana imprimió a su bandera al inventar el nacionalismo vasco. A las ocho y cuarto esperan los cuatro el paso de un coronel del ejército. Fuego cruzado contra el coche y asesinato del coronel Vicente Romero y de su chofer particular, Juan García, un asalariado que se ganaba la vida conduciendo. Dos menos, piensan los asesinos. Más rojo en esa bandera donde la cruz blanca significa Dios y la verde de brazos oblicuos, la independencia. Cuanto más rojo más cercano será el resplandor del nuevo dios, la independencia. Más muertos, más cerca del poder. De Juana Chaos y sus tres conmilitones han pensado retirarse preparando una bomba trampa en su propio coche. Por si arde Madrid en el aparcamiento de El Corte Inglés, avenida de Felipe II. «No teníamos dónde aparcarlo», dirá cínicamente más tarde De Juana ante el juez.

Un día señalado

Es un día importante para España pues concurren en Madrid los ministros de Asuntos Exteriores europeos para firmar, en el Senado, nuestro ingreso en las instituciones europeas. Por eso ETA debe sacar a pasear su bandera de sangre, con el nuevo dios de la serpiente enroscándose en el hacha. La ikurriña bicrucífera de los nuevos nazis. Por eso dos policías se pasan la mañana inspeccionando los sótanos del Senado. Son los especialistas en desactivación de artefactos explosivos Esteban y Gerardo.
Como la policía antiterrorista localiza el coche en el aparcamiento de El Corte Inglés y sospecha de él ante la presencia de varios cartuchos bien visibles, llaman a los tedax. Y acuden los más próximos, Esteban y Gerardo: «Enseguida vimos que uno de los cartuchos de las balas que había en los asientos de atrás tenía un hilito atado que se escondía por medio». Y como en las películas de malos, se acordona la zona pues entraban y salían coches de manera constante. «Mi compañero fue por una puerta, yo me fui por otra para poder tirar de los asientos traseros y ver algo, entonces nos fuimos cada uno por un lado para que el movimiento fuera lo más mínimo. Si te vas por un lado tienes que pegar un tironcillo más fuerte, entonces nos fuimos cada uno por un lado y conseguimos moverlo, moverlo un poquito. Metimos la linterna y ya vimos que había unos cuatro o cinco chorizos de goma dos, chorizos de dos kilos y una serie de metros de cordón detonante bastante pronunciado. También vimos que uno de los cordones detonantes se introducía dentro del maletero pero había allí unas cajas o algo, intentábamos meter la linterna para ver si había más explosivos en los maleteros, pero no conseguíamos ver nada... entonces en esa zona no quisimos, bueno, de hecho no se tocó nada al principio pero tampoco quisimos tocar..., no sé lo que era, si era como panel o cartón, no lo llegué a distinguir bien por la oscuridad que había y con la linterna, pues no se veía bien».

Maletero letal

Goma dos a la vista, cordones detonantes a la vista pero, oculto, un maletero impredecible que podía contener hasta 300 kilos de material para matar. Esteban y Gerardo deciden que se impone un desalojo completo pues a veinticinco metros seguía entrando y saliendo gente de la puerta del garaje. Se desaloja el conjunto de las galerías comerciales hacia las calles Alcalá y Goya y se desaloja también la zona de Felipe II. «Y volvimos a entrar otra vez en el coche. Que hay que tener un par de cojones... No había sitio para poder trabajar ni para intentar meter un robot».
Se consultan mutuamente e infieren, sugieren y deciden. «Había una típica pincita que era una de las primeras trampas que tenía, una pincita con el cablecito a sus lados. Creo que estaba más bien atado al cartucho. No se veía muy bien. Eso no lo tocamos para que no pasara absolutamente nada. La parte derecha del coche no tenía ningún artefacto, más que nada era explosivo y todo el cordón detonante, y la parte izquierda es donde estaba casi todo. Esteban y yo nos fuimos al lado de la izquierda, allí no había sitio para trabajar los dos, claro. Tomamos apuntes, tomamos notas mentalmente y comentábamos lo que veíamos. Una de las veces, estaba él mirando por la parte de delante, a ver si había algo en los asientos de delante y me quedé yo mirando atrás. Teníamos casi medio cuerpo dentro del coche, sin tocar nada, mirando él en el asiento de delante y me dijo: «¡Gerardo, quítate un momento que he visto algo!». No sé lo que vio. Yo me echo para atrás, porque no había espacio para poder trabajar dentro del coche, y entonces él se pone delante de mí. Yo me agacho un poquito para ver por debajo de sus piernas pero no veo, no se veía nada porque tenía la linterna por un lado y entonces no me enfocaba a mí, y como no veía nada me levanto. Conforme me estoy levantando me quedo ciego. No vi la explosión y sentirla, menos. Allí no se escucha nada, yo no oí absolutamente nada pero sí me quedé ciego, me pegó un resplandor, como si te tiras mirando al sol un par de minutos».

Fuego y miedo

Son las once de la mañana roja de la serpiente y el hacha. Gerardo, 31 años, sólo recuerda que salió como volando. Al recuperar el sentido, nota que se encuentra en el suelo, de lado, quemándosele toda la espalda. «Veo fuego por el parque, por las tuberías, veo que está ardiendo todo y me da miedo, me da miedo. Entonces es cuando yo noto que ha pasado lo que ha pasado. Me da mucho miedo». Por la experiencia que tiene en explosivos, Gerardo sabe que se descerrajan las articulaciones de muñecas, brazos, rodillas y tobillos, y tiene miedo de no sentir esas articulaciones y rehúsa levantarse y se acuerda de su Virgen de la Angustia, la patrona de Granada y le reza. No hay más remedio cuando truena. «Entonces me veo el brazo. Me miro y me veo el brazo todo en hueso, veo todos los tendones. Lo veo allí a mi lado. Yo no sabía si el brazo era mío o ya se había quedado allí, no sabía si lo tenía pegado todavía. Del mismo miedo que me da, lo cojo me lo pego al cuerpo y no me miro más por si me falta algo o no me falta. Y del mismo miedo me levanto y salgo corriendo». El coche arde y es un amasijo de fuego expansivo.

Mirado desde fuera de la moralidad, un cuerpo humano es un gran hueco revestido de un sutil caparazón. La mirada del artificiero añade que ese hueco es capaz de absorber una enorme onda expansiva. El compañero Esteban del Amo García le ha salvado la vida a Gerardo recibiendo aquél la onda expansiva, pero yace despanzurrado en pedazos. «Hay una familia que se ha criado sin padre y una viuda, y yo estoy vivo gracias a él», dice Gerardo y añade que salió «corriendo por el garaje. Todo estaba negro, negro, nose veía nada, no era un humo, parecía una pared, todo oscuro, todo negro. Pero yo veo una luz y salgo corriendo». Al emerger a la luz le hicieron una fotografía que ganó el premio periodístico del año. En un coche de la policía lo llevan y no recuerda si al Gregorio Marañón o al Provincial. Recuerda que un camillero lo coge y evitando el colapso de los ascensores lo conduce hasta quirófanos. Alguien le pregunta si puede abrir los ojos. Su cuerpo, quemado al 75 por ciento, consigue abrir los ojos. Y dice que le van a sedar. Gerardo sólo recuerda que estaba evacuando por todos sus orificios, cagándose, meándose, echando agua y sangre. A la tarde, despertó en otro hospital, en el de La Paz, sección de quemados. Recuerda que en la ambulancia escuchaba ecos de voces diciendo éste se nos va, éste se nos va. Siete operaciones en quince días para transplantarle piel sintética traída en vuelo especial de los Estados Unidos. En una de esas jornadas es cuando le dicen que Esteban murió. Hasta entonces le habían dicho que se hallaba en otro hospital. Su mujer lo aguanta todo. En casa tiene dos hijas, de nueve y ocho años, y un chaval de siete. Van a casa de los abuelos. Son el futuro al que hay que mirar pero Gerardo queda embarrancado en el aparcamiento de El Corte Inglés.

Resentimiento

Al daño físico se le une entonces el daño psíquico que le repliega hostilmente a uno dentro de sí generando el resentimiento para consigo mismo. Esteban ha muerto y él, ¿por qué él sigue vivo? Le visita el ministro Barrionuevo pero el gran quemado le manda a tomar por el culo. Asimismo. Gerardo no está para ministros ni para nadie. Tampoco hay sitio para él en su interior. Sus compañeros dejan de visitarlo, no quieren ser hostilizados, seguramente también se hallan culpabilizados. Lo abandonan. A Gerardo le llega el comentario de que había abandonado a su compañero para salvarse él. Gerardo teniendo que justificar su pasado. Esteban ya no existe pero Gerardo va muriendo a diario a manos de su propio rencor. Posiblemente se trata de la misma sintomatología que descubrió dentro de sí Jean Améry, un superviviente de Auschwitz: «En las mazmorras y campos de concentración del Tercer Reich, todos nosotros, debido a nuestra indefensión y fragilidad absoluta, tendíamos a despreciarnos antes que a compadecernos. No creíamos en las lágrimas... El resentimiento nos clava a la cruz de nuestro pasado destruido». («Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia», Pre-textos, 2001: 148-149).

Sin saber que se es víctima

Gerardo desconoce que él es una víctima del terrorismo. Cree que lo suyo era un acto de servicio. Nadie le avisa de que a los pocos años se celebra el juicio contra los terroristas, contra De Juana especialmente. Gerardo, solo con su hijo, siempre en casa porque su piel no tolera el sol, apagando la televisión cuando se informa de atentados terroristas. Durante cuatro años, Gerardo haciendo rehabilitación de su brazo izquierdo en el que le queda algún dedo pero sin sensibilidad. Jubilación a los cinco años del atentado sin indemnización monetaria alguna. «Me sentí humillado, ni una indemnización de cinco millones de pesetas por un destrozo de hombre, destrozada mi carrera de policía. Me gustaba mucho a mí la policía, me gustaba mi trabajo de tedax, y me la destrozaron por completo, destrozaron mi casa... Si venía alguna visita se la recibía en el rellano de la escalera, yo le decía a la mujer que no pasaran, que yo se lo agradecía un montón pero que estaba dormido y que no me molestaran. La verdad es que a mí no me apetecía hablar con nadie, ni que vinieran a verme, estaba vegetal, mi sensación era que no quería saber nada de nadie».

Luego surgen los problemas con el alcohol que multiplican los problemas familiares. Hasta que decide emprender una vida personal y deja el alcohol y busca trabajos para salir de sí mismo, barman con una mano, vendedor de extintores con una mano, guarda de seguridad con una mano. Y deja Madrid, y con su mujer emprende una nueva vida en Granada donde da con una persona, víctima como él del terrorismo, que le transforma la vida. Cobra sentido. Gerardo ahora ayuda a otros: «Conozco víctimas que lo han pasado muchísimo peor que yo... Mi problema, mi atentado, lo empiezo a poner en un segundo término».

Gerardo se apega a la vida, a la vida digna que exige verdad, justicia y dignidad. Y entrega parte de su fuerza a la Asociación de Víctimas del Terrorismo y altera su visión de ETA. Los terroristas no son ya para él el asunto personal de su pasado sino un problema de la democracia. Y piensa en la Ciudad política, que no debe serles entregada.

Además de dos docenas de muertos, la serpiente y el hacha de De Juana Chaos han dejado tullidos a múltiples Gerardo, vidas truncadas por las que el verdugo no ha sido nunca juzgado. Sin embargo un azar favorable ha vuelto más humanas esas vidas y el relato de su reinserción cívica nos vuelve más seguros de lo que es el Estado de Derecho y más determinados a defenderlo. Tic tac, tic tac. El péndulo imperturbable de las cosas de la verdad y de la justicia y de la dignidad. El montón de cadáveres de la ikurriña en su macabra danza hacia la independencia. El montón de tullidos y truncados...

Víctimas de nuevo

Ángel Altuna

El Correo. 18 de febrero de 2007

El 11 de marzo de 2004 todos los ciudadanos vimos tambalearse los fundamentos de nuestra existencia personal y colectiva. Sentimos en el dolor de las víctimas nuestros miedos más profundos y primarios, y reconocimos, esta vez hasta el extremo, las más horribles capacidades de la condición humana para poder generar exterminio, dolor y sufrimiento. Quizá transcurridos tres años podamos hacer una labor de introspección y comprobar que sentimos un cierto vértigo al contemplarnos a nosotros mismos realizando diferentes análisis sociopolíticos sobre lo ocurrido, siempre desde una posición supuestamente 'objetiva' como simples observadores externos. Incluso nos atrevemos a dar explicaciones acerca de las causas últimas del atentado, convirtiéndonos así en expertos historicistas. Todo este proceso de intelectualización viene irremediablemente acompañado de la capacidad de alejarnos, casi sin darnos cuenta, de los efectos producidos. Y, en consecuencia, de las víctimas.

Tras el golpe atroz del atentado, el inestimable arropamiento emocional y la asistencia humana a los supervivientes y a los familiares de los fallecidos posibilitaron en algunos casos que las destrozadas referencias psicológicas pudieran reconstruirse desde un basamento más sólido. Frente al terror, la infamia brutal y la deshumanización, algunas víctimas encontraron en aquellos primeros momentos el calor del desconocido, del profesional sanitario, del voluntario, del funcionario que le ayudó, del vecino que le abrazaba, del minuto de silencio en un estadio. Todo esto significó mucho, pero, paradójicamente, también poco.

Las víctimas afirman hoy que aquel colchón inicial ofrecido por la comunidad supuso un primer paso inestimable, pero a la vez insuficiente, para encarar las sucesivas etapas que les ha tocado vivir y sufrir: la realidad insondable de la ausencia, la soledad más solitaria, las incapacidades adquiridas, la rabia y el resentimiento, la propia culpabilización del superviviente y lo que podríamos definir como una 'deconstrucción forzada'; es decir, lo que antes constituía el eje central de la existencia personal y ya no lo es.

En todo ese proceso posterior que afronta la víctima, el componente social resulta fundamental. Incluyo en lo social el apoyo de la Administración, el tratamiento de los medios de comunicación y la actuación de la Justicia. La víctima superviviente y el familiar del asesinado se sitúan indeseadamente desde entonces en un desagradable escenario, como es el terrorismo, sobre el que todo el mundo opina, discute y parece tener una explicación.

Ahora que arranca el juicio, la rememoración de las vivencias sufridas va a suponer un impacto emocional inevitable. Y es en este momento cuando se pondrán en juego las capacidades y los recursos actuales con que cuentan los afectados. Habrá personas que quizá tuvieran una mayor vulnerabilidad previa ante posibles situaciones traumáticas. Habrá otras a las que el apoyo recibido no les haya hecho recuperar todavía eventos y objetivos vitales positivos. También las habrá que, ante el trance judicial, hagan frente a estos duros momentos de una manera ejemplarizante por lo sobrehumano. Se producirán respuestas psicológicas tan distintas como personas afectadas existen. Incluso en una misma unidad familiar habrá quien desee estar absolutamente informado; quien se duela ante cualquier referencia y opte por desconectarse; quien procure transmitir sensaciones y desahogos de forma explícita y pública; y quien prefiera digerir los pensamientos y vivencias privadamente.

Estas víctimas específicas de 'macroatentados colectivos' corren el peligro de que su historia personal quede solapada y diluida por el gran número de damnificados o por la reducción de todo lo sucedido a una pequeña sigla: 11-M. Muchos de los que van a rodear en el futuro al superviviente o al familiar tendrán a su vez a un conocido, o a un conocido de un conocido, que también sufrió los efectos del golpe de una o de otra manera. En otras ocasiones, las reacciones del entorno pueden provocar una desviación de lo sufrido como algo más cercano a una catástrofe natural no intencionada que a un atentado terrorista, lo que puede debilitar la transmisión de las terribles vivencias personales.

Ante el hecho indudable de que la verdadera 'cojera vital' sólo la van a sufrir los propios afectados y los familiares más directos, quienes les acompañen pueden dar por sobreentendido y, por lo tanto no vivenciado, el dolor real de la víctima. Es, pues, imprescindible que se continúe personalizando a cada afectado en la divulgación de la información, en la atención social, en las ayudas comunitarias y en las tramitaciones administrativas. Y los medios deben seguir intentando humanizar y dar nombre a cada uno de los 192 asesinados.

Los factores psicológicos previos situarán a cada superviviente y familiar en una tesitura determinada, mientras el transcurso del tiempo va jugando sus bazas; muchas veces para bien y otras no tanto. Es cierto que la vivencia de un superviviente herido difiere de la del viudo, ésta será diferente a la vivencia del hijo y ésta, a su vez, a la de una madre. Todos ellos discurrirán, irremediablemente aunque con muchas dificultades, por otras etapas de 'reconstrucción' en la que puedan llegar a recuperar metas vitales, socialicen lo ocurrido y logren luchar si lo desean por la Justicia y la búsqueda de la verdad.

Verdad reparadora

Esta verdad, aunque produzca dolor momentáneo, tiene por norma general un efecto reparador en la víctima, como también las acciones policiales y judiciales ajustadas a Derecho. En la mano de todos está que el doloroso proceso de los damnificados hacia una nueva vida, que ya nunca será la misma, pueda ser un poco mejor. Las instancias judiciales deben tenerlo en cuenta. Las víctimas saben que nunca habrá proporcionalidad entre el daño recibido y la condena y el resarcimiento.

Magistrados de la Audiencia Nacional han sido conscientes, y se han hecho eco incluso en público, de que muchos de los procedimientos judiciales victimizan aún más a las víctimas; lo que los expertos han denominado 'doble victimación'. Cuidado con ello. Las víctimas delegan siempre en el Estado su pleito con los asesinos, a través de los tribunales. Nunca el Estado podrá hacer dejación de este contrato social que le obliga a administrar estos pleitos y a velar por sus consecuencias. Por ello, seamos ciudadanos absolutamente vigilantes ante la actuación judicial, seamos exigentes con los procedimientos; la gravedad de los hechos lo merecen. Y tampoco confundamos las peticiones de Justicia y las posiciones de firmeza de las víctimas con la venganza; es un insulto que nos vuelve a victimizar doblemente.

En definitiva, caigamos en la cuenta de que nunca nuestra democracia podrá agradecer del todo la respuesta ajustada a Derecho de todas y cada una de las víctimas del terrorismo en este país durante casi cuarenta años. También en estos momentos conviene no olvidarlo.

Ángel Altuna nació en 1963 en Vitoria. Es licenciado en Psicología. A los 17 años, un comando de ETA asesinó en Álava a su padre, Basilio Altuna. Es miembro del Colectivo de Víctimas del Terrorismo del País Vasco (COVITE).

¡Qué dolor!

Teresa Jiménez-Becerril

ABC. 14 de febrero de 2007

Ha sido un golpe bajo. He sentido ahora el viento del dolor que arreció cuando me dieron la noticia del asesinato de mi hermano y su mujer. Entonces, el huracán arrastró nuestra razón y nuestra voluntad, y si no se llevó más fue porque no pudimos permitirnos el lujo de abandonarnos, como habríamos deseado más de uno de los que llevamos su misma sangre. Tres chiquillos que nos miraban con ojos de asombro y súplica fueron razones más que poderosas para seguir viviendo y hacerlo sin poder derramar las lágrimas que ayudan a descargar el sufrimiento. ¡Cuántos dibujos animados, cuánta risa forzada, cuánta alegría inexistente para paliar el ansia de unos niños que se habían quedado sin madre ni padre de la noche a la mañana! No existían asociaciones de víctimas, ni foros de libertad, ni ideologías, ni medios de comunicación. Por no existir, no existían ni los terroristas que habían matado a los nuestros. Nada se anteponía a lo que sería por mucho tiempo nuestro único objetivo; aliviar la angustia de quienes a tan corta edad habían pasado de tenerlo todo a no tener nada. Y eso hicimos y hacemos desde entonces. Pero llegó un momento en el que en sus miradas empecé a ver algo más.

Quizás esos niños, a los que ETA había dejado huérfanos, necesitaban algo más que el cariño y la tranquilidad que siempre les habíamos dado. A lo mejor había llegado la hora de devolverles el honor, de reconocer el sacrificio de sus padres. Desde entonces, luché como pude para que la memoria de mi hermano y de su mujer siguiera viva y para que sus hijos pudieran, si no disfrutar como debieran de sus padres, sí tener el consuelo de sentirse orgullosos de ellos. Y eso hice: recordarlos en público en su aniversario cuantas veces pude para que no cayeran en el olvido. Hasta que empezó el martirio al que las víctimas de ETA nos hemos visto sometidas durante estos últimos dos años. Negociaciones, siempre desmentidas. Continuos acercamientos a la banda terrorista. Declaraciones y más declaraciones que contentaban al entorno de ETA. Se cambiaba a los asesinos por hombres de paz y a las víctimas del terrorismo, por gentes de mala fe. Hemos visto mucho más de lo que podíamos soportar, se nos ha humillado como nunca pensamos que se pudiera hacer. Y cuando aún suspirábamos aliviados por el triunfo de la justicia sobre la conveniencia, cuando dormíamos tranquilos pensando que el asesino Ignacio De Juana Chaos esperaría unos años antes de asustarnos de nuevo con sus pistolas o con sus carcajadas, cuando aún no nos habíamos recuperado de esa mirada de odio que el etarra nos lanzaba desde su cama, mientras vendía su cuerpo y su alma a un diario inglés, nos vuelven a poner a prueba.

¡Qué más da, son sólo víctimas! Están acostumbradas a sufrir, otro empujoncito más y otra que cae. Si este Gobierno hubiera puesto el mismo empeño en derrotar a ETA que en acabar con nosotros, yo creo que la banda terrorista estaría contra las tablas.
En cambio, somos nosotros los que pedimos tiempo, los que nunca hemos matado a nadie, los que ni siquiera nos hemos defendido... Tiempo para respirar, para curar nuestras heridas, fruto de los continuos golpes recibidos. Tiempo para poder tomar aliento con el que decirle a los españoles que nos ayuden, que no permitan que un grupo de asesinos, animados por una chusma nacionalista, golpee hasta la muerte a quienes nunca pudieron defenderse. Que no se conviertan en cómplices de este circo romano, donde parece que todos han perdido la razón y disfrutan de un innoble espectáculo.

No logro escribir más. Sólo sé que esta noche yo dormiré triste, pero tranquila, y que las risas de mis sobrinos Ascen, Alberto y Clara aliviarán mi pesar, aunque no logren saciar mi sed de justicia. El terrorista que escribió cuando asesinaron a los padres de esos niños que con el dolor de estos había comido para un mes, seguirá hambriento durante un tiempo, quizás hasta que sean mayores y logren comprender que han sido abandonados por quienes tenían el deber moral de protegerlos. Entonces llorarán de nuevo, como lloro yo hoy, viendo cómo Ignacio De Juana Chaos se prepara para darse de nuevo un festín, animado por nuestro dolor.

Pero no te confíes, héroe y mártir de pacotilla, porque nosotros, con lágrimas o sin ellas, somos más y somos mejores. Y al final lo conseguiremos. No creáis tú , tus amigos y tus falsos enemigos que estos vientos que ahora os son favorables y que intentan plegar a las víctimas son eternos. Todos sabemos lo rápido que cambia la corriente y aunque tú, De Juana, te hayas librado gracias a la ambición de algunos y a la indiferencia de muchos, nosotros volveremos a recuperar el sitio que merecemos y que nunca debimos perder. Y con nosotros lo recuperarán todos los españoles que hoy se encuentran perdidos.

Razones y tentaciones del Estado

Franciso Tomás y Valiente

El País. 15 de febrero de 1996

Se ha escrito tanto contra la razón de Estado que pudiera pensarse que, suprimida ésta, al Estado no le queda ninguna para defender su necesidad y para, por lo tanto, subsistir. Eso es lo que desean y lo que persiguen con el tiro en la nuca sin piedad los enemigos del Estado, de este Estado. Urge hablar de otra u otras razones del y de este Estado. En el siglo XVII se contraponían la mala y la buena razón de Estado. Aquella revestía la forma del sometimiento de la moral a la fama del Príncipe, a la reputación de la Monarquía o a cualquier otra divinización del poder como realidad sustantiva. Frente a ella, los teóricos de la Contrarreforma esgrimían lo que llamaban la buena razón de Estado, consistente en la subordinación del poder y sus instrumentos en defensa de la moral y el derecho natural, de la verdadera fe, de la Iglesia católica. Ahora los nombres y las razones han cambiado, pero la contraposición entre ellas subsiste porque el Estado continúa siendo un instrumento necesario y legítimo.

La mala razón de Estado, su sinrazón, lo que le hace perder su legitimidad, es la divinización o satanización del poder: la voluntad de poder, su sustantivización, el sometimiento de todo a su conservación por parte de quienes lo tengan, y el todo vale desde él en la persecución de fines legítimos o ¡legítimos. Contra esta mala razón de Estado estamos todos los demócratas conscientes, quienes entendemos como únicos valores sustantivos los del hombre individual y sus derechos a la vida, a la paz, a la libertad y los de ellos derivados. Pero hay que decir enseguida que, para lograr o no perder estos valores y derechos, el Estado es imprescindible, es instrumento, pero instrumento necesario, de manera que, si se destruye, nos quedamos sin los objetivos que lo legitiman y que constituyen su razón de ser, la buena razón de Estado.

Aquí y ahora, en este Estado que se construyó en y desde la Constitución de 1978,y en la sociedad que lo sustenta y lo necesita, estamos incurriendo en determinadas tentaciones cuyo triunfo definitivo podría determinar la destrucción de aquél y que ya están produciendo su descrédito y debilidad.

La primera tentación contra el Estado es el olvido de su legitimidad y de sus límites, es decir, la utilización del poder para, luchando contra los terroristas, emplear sus mismos métodos, sus crímenes. El mayor enemigo del Estado es la mala razón de Estado. Hay, pues, que perseguir a quienes hayan caído en ella. Pero al hacerlo, tarde y escandalosamente, se ha incurrido en la tentación de destruir gran parte del aparato del poder estatal legítimo, en la desmoralización de buen número de sus agentes, en la desaparición de alguna de sus piezas imprescindibles para luchar contra los terroristas y en el descrédito del Estado, dentro y fuera de sus fronteras. La mala razón de Estado y el torpe desenmascaramiento de sus crímenes, sin el cuidado en el aislamiento de quienes hayan vulnerado la ley desde el Estado y sin la discreción judicial y periodística como cautela y garantía de derechos, se han unido en la producción de los efectos que ahora padecemos, de manera que a la tentación de la mala razón de Estado se ha unido la autodestrucción como apéndice perverso.

La segunda tentación consiste en la fragmentación interna de las fuerzas políticas demócratas en su necesario frente común, desde el Estado, contra los criminales del terror. Se había avanzado mucho en este camino: en poco tiempo se ha desandado casi todo el trecho recorrido. Si los nacionalistas no violentos se sienten más nacionalistas que otra cosa; si toleran en silencio quemas o entierros de la constitución; si repitieran palabras de comprensión hacia los terroristas encarcelados o en libertad por su intencionalidad política; si unos y otros, en el País Vasco y fuera de él, alimentaran no la colaboración entre las respectivas fuerzas policiales, sino la desconfianza y rivalidad entre ellas, si se callara que la sociedad vasca ha ganado ya, con las insuficiencias y los discutibles incumplimientos que puedan aún señalarse, las libertades y el autogobiemo cuya insatisfacción puede haber significado desde el siglo pasado la injusticia histórica que algún comprensivo prelado recuerda oportune et importune; si la defensa del cumplimiento total de las condenas se esgrime como equívoca arma de campaña electoral; si la necesidad de la unión entre los demócratas (nosotros) frente a ETA (ellos) se proclama sólo en los entierros de cada última víctima; si todo eso continúa pasando, estaremos cayendo en la, tentación de la fragmentación intema, para desgracia de demócratas y alegría y fortalecimiento de los terroristas.

La tercera tentación, o tal vez la primera en el orden cronológico, es el abandono de la calle. La tolerancia mal entendida respecto a lo que algunos llamaban problemas juveniles de la sociedad vasca está desembocando en el triunfo del terror en las calles de las ciudades de Euskadi. Y la calle es símbolo y realidad del Estado, escenario de libertades, ámbito de la paz y la seguridad de los ciudadanos. 0 todo lo contrario. Si se pierde la calle, se pierde todo. Que nadie discuta esto, porque los primeros en saberlo son ellos. No se trata de evaluar en pesetas los autobuses incendiados, las cabinas telefónicas destruidas o los daños producidos en establecimientos bancarios y comerciales. El daño es cualitativamente otro: es la pérdida de la paz. Y como la paz es el fin primario del Estado, si se pierde ésta, se pierde aquél y se regresa a la guerra de todos contra todos, cuya versión actual es la persecución armada de unos pocos contra la inmensa mayoría.

No basta con decir estas cosas: pero el silencio es deshonesto antes y después de la muerte del último hombre asesinado. Del último hasta hoy. Es necesario reflexionar sobre estas tres tentaciones para no seguir cayendo en ellas. Si el espíritu de enmienda prosperara, se podría, desde él, discutir cuáles son los instrumentos legales que el Estado necesita y proveerse de ellos. Pero si se pierde la convicción en la propia legitimidad, en la buena razón del Estado, lo demás es imposible. Los especialistas en tentaciones y pecados suelen clasificar éstos y disculpar algunas de aquéllas. Todos hemos dicho alguna vez que hay tentaciones inventadas para caer en ellas, lo cual puede ser cierto respecto a las de la carne, pero no a propósito de las aquí comentadas. En ellas nos va la vida, la del Estado que necesitamos y la nuestra individual, porque cada vez que matan a un hombre en la calle (y esto no es una metáfora, como diría el cartero de Neruda) nos matan un poco a cada uno de nosotros.

El presidente Tomás y Valiente

Jorge de Esteban

El Mundo. 15 de febrero de 1996

SON las once y veinte de la mañana. Me encuentro impartiendo la clase a los alumnos de segundo año de la Facultad de Derecho de la Complutense. En ese momento, de forma inesperada, entra sofocada la secretaria del Departamento, y me comunica que acaban de asesinar en la Universidad Autónoma al catedrático y ex presidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente.

La noticia me deja aturdido, se la comunico a mis alumnos, que reflejan en sus rostros la consternación, y suspendo inmediatamente la clase. Nuevamente la irracionalidad del terrorismo se acaba de cobrar otra víctima que, en este caso, es todo un símbolo. Mi amigo y colega Tomás y Valiente no era sólo un ilustre catedrático de la Universidad española, no era sólo el historiador del Derecho de mayor prestigio en nuestro país, no era sólo un hombre bueno, leal y generoso, amigo de sus amigos. Era mucho más: era todo un símbolo del Estado de Derecho que los españoles de buena voluntad desean que exista en España.

Fue, en efecto, uno de los magistrados fundadores en 1980 del Tribunal Constitucional y permaneció en él durante doce años, los seis últimos como presidente. Era lógico, pues, que en el verano de 1990, cuando se me encargó la dirección de un curso en El Escorial sobre los diez años de vida de nuestro Tribunal, le invitase para que lo inaugurara. Cuando le llamé para invitarlo a pronunciar esa conferencia, a pesar de que estaba muy ocupado con su labor de presidente, no dudó ni un momento en aceptar.

Cualquiera de los alumnos que asistieron a ese curso estoy seguro de que tendrán en su memoria todavía la fascinante exposición que nos hizo, explicando cómo se creó el Tribunal, las dificultades que tuvieron que superar, la pasión con que lo hicieron, sabiendo que estaban cimentando la piedra angular de nuestro Estado de Derecho. Durante la larga hora que habló, no se oyó ni el vuelo de una mosca, pues era apasionante oír unas palabras que traslucían la fe en el Derecho, en la democracia y en el futuro de nuestro país. Al término de la conferencia, le animé a que escribiese unas Memorias en que desarrollase más lo que nos había contado, pues pocos como él estaban en el secreto de lo que cuesta construir un Estado civilizado bajo el signo de una Constitución que ampare a todos, incluidos los que no la aceptan.

Fue bajo su presidencia precisamente cuando el Tribunal declaró inconstitucional una ley antiterrorista, a efectos de anular los abusivos diez días de detención que esta norma permitía para los casos de terrorismo. Sus convicciones, que fueron también las de todo el Tribunal, le llevaban a sostener, con esa sentencia, que la única manera de acabar con la plaga irracional del terrorismo era a través del máximo respeto a la Ley, al Derecho.

Fue también bajo su Presidencia, cuando el Tribunal Constitucional, interpretando el oscuro Título VIII de la Constitución, puso las bases para la construcción del Estado de las Autonomías. Mediante una jurisprudencia creadora, el Tribunal ha sido el mayor defensor de una concepción plural de España, reconociendo la autonomía de las diversas comunidades y, en especial, la de las denominadas históricas. Nadie duda ya de que una gran parte del mérito del Tribunal, en esta gigantesca tarea, fue obra de Tomás y Valiente, quien redactó en 1984 un decisivo informe sobre el reparto competencial entre el Estado y las comunidades autónomas publicado después como libro.

Fue lógico, en consecuencia, cuando el primer presidente del Tribunal, el profesor García-Pelayo dejó su puesto en 1986, abatido por los avatares de la política, que el nombre de Tomás y Valiente fuese el que más sonase para reemplazarlo. Recuerdo que pocos días antes de reunirse el Tribunal para nombrar nuevo presidente, recibí la visita de Tomás y Valiente en la Embajada en Roma. Como yo conocía perfectamente el prestigio y la ecuanimidad que se había ganado entre sus compañeros del Tribunal, le profeticé que él sería el nuevo Presidente. Sin embargo, recuerdo también perfectamente su sincera modestia cuando me contestó que había otros compañeros más capaces que él de dirigirlo.

Durante mi estancia en Roma, tuve la suerte de tenerlo varias veces de invitado en la Embajada, ya que su prestigio como eminente jurista e historiador había traspasado las fronteras y, especialmente, en Italia tenía grandes amigos y admiradores. Incluso la Universidad de Messina le concedió el título de Doctor «Honoris Causa», como reconocimiento a su obra científica. Obra que, por supuesto, comprende grandes aportaciones a la Historia del Derecho Español en general, a la Historia del Constitucionalismo, al estudio del Derecho y a su concepción del Estado del Derecho, proyectada ésta en toda su obra jurisprudencial durante los fecundos doce años que estuvo en el Tribunal Constitucional.

Pero si su talla como jurista es indiscutible, lo es aún más su humanidad y generosidad, como se demuestra en el último artículo que escribió anteayer en El País. En él reivindicaba la figura de Joaquín Ruiz Giménez, como uno de los grandes precursores de nuestra democracia, y al que no se ha valorado como merece.

Hoy, cuando los terroristas de ETA han vuelto a demostrar que su locura no lleva a ninguna parte, más que nunca, hay que recordar, en memoria de un gran español, de un gran jurista, las palabras de Von Ihering: «El Derecho no es una idea lógica, sino una idea de fuerza; he ahí por qué la justicia, que sostiene en una mano la balanza donde pesa el Derecho, sostiene en la otra la espada que sirve para hacerlo efectivo. La espada, sin la balanza, es la fuerza bruta, y la balanza sin la espada, es el Derecho en su impotencia; se completan recíprocamente: y el Derecho no reina verdaderamente, más que en el caso en que la fuerza desplegada por la Justicia para sostener la espada, iguale a la habilidad que emplea en manejar la balanza».

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.