Discurso

José María Aznar

26 de enero de 2007. Discurso de recepción del premio de la Fundación Gregorio Ordóñez

Creo que no tengo que utilizar muchas palabras para expresar mi agradecimiento por el premio que me habéis concedido. Todos los premios se agradecen. Pero este lo siento con la emoción profunda del recuerdo al amigo, al compañero, al que, como se ha dicho aquí, no quitaron la vida sino que la entregó por la causa de la libertad.

Y en estas primeras palabras quiero dejar constancia de mi admiración a todos los que desde su muerte habéis sido depositarios leales de la memoria de Gregorio a través de ésta esforzada fundación y de vuestro trabajo personal. Mi admiración -que saben que la tienen- para Ana, para Consuelo, para María. Es decir, mi admiración a su familia y a sus amigos, que compartieron su mismo compromiso.

Sabed que la figura de vuestro marido y padre, de vuestro hijo, de vuestro hermano, de vuestro amigo se engrandece y se hace más necesaria. Sabed que su trabajo en esta ciudad sigue dando frutos y que su muerte –ese es el fracaso de sus asesinos- ha hecho de Goyo una figura imborrable a la que rendimos homenaje. Hace doce años que Gregorio fue asesinado. Y doce años después seguimos comprobando hasta qué punto su legado político, la herencia cívica que dejó a la sociedad vasca, sigue vigente, nos compromete y nos inspira.

Goyo no fue un héroe involuntario, lanzado por las circunstancias a un destino con el que no contara. Gregorio Ordóñez fue un hombre que asumió de manera íntegra y consciente un compromiso sin límites, hasta su propia muerte, con el bien de la libertad. Se rebeló contra el terror y contra el miedo no sólo por un sentido de justicia que no admitía transacción.
Se rebeló por dignidad. Su ¡basta ya! -que después fue coreado por tantas voces en las calles de esta ciudad- expresó la decisión firme de no tolerar la humillación ni el sometimiento a los agentes del terror, a sus cómplices y a sus beneficiarios, a quienes lo instigan y lo legitiman.

Gregorio no fue el único, pero si fue quien con más fuerza puso voz y transmitió coraje a los silenciados de esta sociedad. Quiso demostrar que no hay que resignarse, porque la resignación y el silencio no son una forma de vida llevadera, sino el abismo al que los terroristas quisieran precipitarnos. Gregorio fue, en el mejor sentido, el gran elemento subversivo de este régimen de árboles y nueces, de falsos oprimidos, del algo habrá hecho, de verdugos convertidos en víctimas, de exilios interiores.

Este régimen asentado y consentido por el éxito del espejismo nacionalista, alentado una y otra vez por otros no nacionalistas, que prometía paz y pide a cambio el poder. Durante demasiado tiempo se creyó que lo mejor era subcontratar la solución del “problema”. No se cayó en la cuenta de que encomendamos la solución a quien era parte del problema, porque no quería, ni quiere ni querrá la derrota de una banda terrorista a la que adorna y legitima como expresión de un conflicto secular que, por definición, no puede tener solución jamás.

Los asesinos de Gregorio Ordóñez habían elegido su objetivo con precisión. Sabían lo que buscaban con el asesinato de Goyo porque sabían muy bien que por las calles de San Sebastián andaba un tipo que decía la verdad que sufrían cientos de miles de vascos; un tipo contra el que no funcionaban las amenazas y que además no estaba dispuesto a irse. Era insistente, sincero, creíble. Transgredió los límites, reclamó lo que le correspondía en el espacio público, salía a la calle con su denuncia y le resbalaban las descalificaciones con las que sus adversarios pretendían neutralizarle.

Goyo decía la verdad en voz alta y –vosotros lo sabéis mejor que yo- aquí hay muchos que pueden tolerar un murmullo pero nunca una verdad elemental proclamada en la plaza pública. Una verdad que repelía el desaliento y que vio en la aparente soledad de sus posiciones el precio inevitable –pero siempre transitorio- que a veces exige la razón. ¿Os imagináis qué respondería Gregorio si después de las dos nuevas víctimas del atentado de Barajas le dijeran que se había quedado sólo?

Pues bien, Gregorio Ordóñez nos acompaña, en eso que llaman nuestra soledad, a todos los que más allá de las siglas, desde posiciones ideológicamente distantes, con trayectorias políticas y personales muy diversas, creemos que la derrota es el único final aceptable para el terrorismo. No hay un ápice de razón que tengamos que reconocer en la trayectoria, en las motivaciones o en los objetivos de una banda terrorista.

No hay contextos en los que haya que diluir, situar o comprender sus crímenes.

No hay ninguna legitimidad de consolación que debamos reconocer ni explícita ni implícitamente. No hay ningún sistema que debamos tejer a medida de lo que los terroristas y sus cómplices estén dispuestos a hacer, sino asegurar que se someten a la ley, al juicio de los tribunales y al imperativo de reparación de sus víctimas. En todo esto, hasta hace no mucho tiempo había un acuerdo amplio y razonable, bien articulado en un pacto de Estado que yo -que ya se sabe que soy un intransigente- acepté negociar con el entonces líder de oposición.

Firmamos ese Pacto cuando quedó claro que además de estar juntos en el rechazo al terrorismo, íbamos a adoptar medidas concretas y tangibles que pusieran en práctica el compromiso de derrotar la estrategia terrorista, de negar precio político alguno y de asegurar los derechos y libertades de todos en el marco de la Constitución y el Estatuto. Impulsé la ley de Partidos –la ley que puso a Batasuna fuera de la ley- y eso se negoció con la oposición. Impulsé la ley que, por fin, hacía que los terroristas cumplieran íntegras sus condenas. ETA- Batasuna quedo identificada en la Unión Europea y en Estados Unidos como las organizaciones terroristas que son.

Ahora andan algunos rebuscando frases mías pronunciadas tras el final de la tregua de 1999. Creo que dije que “haría todo lo posible para buscar los caminos que nos conduzcan a una paz definitiva”. Y eso es justamente lo que hice. Fue justamente esa política, la de la ilegalización de Batasuna y la del cumplimiento total y efectivo de las penas, la que sabía que nos conduciría a una paz definitiva. Casi llegamos a comprobarlo. Faltó muy poco tiempo.

Hace dos años, en este mismo salón, al cumplirse diez años del asesinato de Gregorio, yo preguntaba por qué se estaba cambiando la política que estaba a punto de acabar con la banda terrorista. ¿Por qué se abandonaba una política que estaba funcionando? Llevamos dos años sin recibir respuesta. El Gobierno que yo presidía tenía mayoría absoluta y una idea clara de lo que teníamos que hacer. Pero también teníamos una idea igualmente precisa de cómo debíamos hacerlo. Y eso incluía al Partido Socialista.

Estaba firmemente convencido de que con ello dábamos credibilidad a la política antiterrorista, mandábamos un mensaje inequívoco a ETA y respondíamos a lo que la sociedad española mayoritariamente nos pedía. Pero cuanto más se defienden los mejores instrumentos de nuestra convivencia, más ciega es la descalificación que se sufre. No es la primera vez que ocurre. Defender la Transición, el pacto constitucional, los Estatutos que operaron la transformación del Estado y ahora defender el pacto antiterrorista es convertirse en objeto de la fobia de todos los que creen que el secreto para continuar en el poder radica en deconstruir, en vaciar, en desarticular el armazón de nuestra convivencia pacífica y en libertad.

Todos esos supuestos que habían quedado incorporados al consenso contra ETA de los dos únicos partidos de gobierno vuelven a enterrarse. Y si, a pesar de todo, esos principios se entierran, se habrá enterrado la esperanza. Repito, si esos principios son enterrados, enterraremos la esperanza. O para ser precisos, enterraremos por mucho tiempo la esperanza de acabar con lo que el terrorismo es y lo que el terrorismo ha sido. Es decir, acabar con la estructura criminal que vuelve a matar y cerrar el paso a cualquier intento de legitimación de su trayectoria criminal.

Todo esto, ¿para qué? ¿Para que el Gobierno y el Partido Socialista vuelvan a entenderse con los que no han querido ni quieren la derrota de ETA?

¿Para volver a entenderse con los que pactaron con ETA en Estella echarles de la vida pública en el País Vasco?

¿Para volver a entenderse con los que se han opuesto y se oponen a todos y cada uno de los instrumentos más eficaces del Estado de Derecho contra el terrorismo?

¿Para volver a entenderse con los que deslegitiman, precisamente, al Estado que tiene que asegurar la libertad de sus ciudadanos?

¿Para volver a entenderse con los que dicen querer la paz pero alimentan su poder y su libertad excluyente con la falta de libertad de sus conciudadanos?

Desgraciadamente, en nuestro país se ha convertido en un principio de gobierno que lo que funciona bien es, cuando menos, sospechoso, y casi siempre prescindible. La levedad y el radicalismo llevados al Boletín Oficial del Estado, primero destruyen acuerdos, instituciones, leyes, y marcos de organización que han demostrado eficacia y capacidad de concitar adhesión; y luego los sustituye por sucedáneos que solo se justifican dentro de un proyecto sectario y excluyente.

Por eso, un pacto de Estado, EL Pacto por las Libertades, un acuerdo de objetivos ambiciosos comprometido con la derrota de ETA, un acuerdo eficaz y comprobado, va a ser sustituido por un supuesto consenso de mínimos. Lo peor de ese consenso de mínimos no es que no vaya a tener ninguna eficacia operativa, que no la va a tener. Lo peor tampoco es que vaya a tener muchísimo menos apoyo que el Pacto por las Libertades. Lo peor es que el objetivo de ese “pacto de mínimos” ya no será la derrota de ETA, sino cómo se mantiene, a prueba de bombas, un proceso que reafirmará a la banda en la idea de que matar y negociar son dos ingredientes que entran en la misma receta. Es sólo cuestión de dosis y de tiempos para que lo que hoy es un crimen pase a ser considerado un mero accidente.

Déjenme que formule algunas preguntas en voz alta:

¿Es razonable a estas alturas un consenso que no apoye la ley de partidos? ¿Se hará ese consenso a costa de la ley que desde el año 2003 asegura que los terroristas cumplen efectivamente sus condenas? ¿Están dispuestos los integrantes de esos acuerdos a activar todos los resortes internacionales contra ETA-Batasuna?

Porque si no es así, ese acuerdo nada suma. Todo lo contrario, resta fuerzas, limita posibilidades legítimas de actuación del Estado de Derecho, desperdicia el esfuerzo acumulado, y nos devuelve a la sórdida rutina de los lugares comunes, las falsas soluciones, y los experimentos de aprendiz de brujo. En fin, la clave es la esperanza. La diferencia entre unos y otros radica en dónde y en qué depositamos nuestra esperanza. Unos depositan sus esperanzas en lo que pueda hacer ETA. En lo que ocurra en eso que llaman “ese mundo”.

Por eso nos exhortan a que prestemos atención a lo que dice este o aquel, o se dedican a fabular con supuestas escisiones, y además se jactan de saberlo de buena tinta. Son los mismos que se entregan a extravagantes ejercicios de ingeniería social con los terroristas, diseñando combinaciones de fuerzas entre blandos y duros, jóvenes y veteranos, políticos y pistoleros, críticos o disciplinados. La realidad es que la política antiterrorista no se puede hacer a base de dibujos tan alejados de la realidad, ni de entretenidos temas de tertulia.

Yo, por mi parte, no espero nada de ETA y no creo que debamos preguntarnos qué es lo que ETA puede hacer por nosotros porque, si pudiera, no haría otra cosa que matarnos. Yo no espero nada de una política en la que el Estado no confirma su fuerza y voluntad de prevalecer sino que manifiesta su debilidad. Menos aun espero que los terroristas retrocedan ante una política de apaciguamiento. Deberíamos reconocer la lógica perversa del apaciguamiento. Es la lógica del chantajista que sigue exigiendo el pago, no porque la víctima no pague sino porque ha empezado a pagar. Es la lógica de Hitler que invade Polonia, no porque Chamberlain no hiciera concesiones, sino precisamente porque las empezó hacer en Munich.

Cuidado, pues, con ciertos razonamientos, sobre todo porque los mismos que los utilizan se escandalizan luego de las consecuencias a que conducen. Mi esperanza está en el Estado de Derecho, en la movilización de la sociedad, en el impulso –como el que hoy experimentamos aquí- que nos ofrece el sacrificio de las víctimas. Mi esperanza está en la fuerza de la libertad, en el amparo de la Constitución, en el vigor de la democracia que, decidida a plantar cara a los terroristas, es capaz de derrotarles.

Como cualquiera de vosotros veo con preocupación las dificultades que está encontrando esta opción que es la de la firmeza, la de la coherencia. Pero seguimos siendo muchos los que la defendemos. Estoy convencido de que nuestra actitud, la solidez de nuestras posiciones, nuestro compromiso con una democracia en riesgo, será determinante para evitar que el aventurerismo arrastre al conjunto de las instituciones del Estado hacia una crisis generalizada en los instrumentos básicos del Estado de Derecho y de la organización territorial.

Soy un español con alguna experiencia. No estoy en el gobierno, ni en la oposición. No estoy en nada más que en la vida particular, que he recuperado, y en el desarrollo de las ideas en las que creo. Voy adonde me llaman mis amigos; estoy donde alguien cree que puedo ser útil. Me siento especialmente cercano a todos mis compatriotas cuya libertad está cercenada, cuya vida se encuentra amenazada y precisamente por ello siguen decididos a no entregarse. Soy, en resumen, un ciudadano normal y en esa condición creo que el Estado democrático tiene que utilizar todas sus posibilidades para asegurar la libertad de quienes luchan por ella.

Creo que ETA puede y debe ser derrotada y que ese objetivo implica desmantelar sus apoyos y hacer efectiva la ecuación que los iguala como terroristas a la propia banda. Creo que no puede haber impunidad jurídica, ni política, ni social para los terroristas y sus cómplices. Creo en la ley como base para la convivencia y como instrumento para que la realidad del Estado de derecho se imponga al delirio de los terroristas. Creo que no se deben negociar treguas con una organización terrorista.

Creo que es preciso quitarle a ETA la llave de la solución dialogada, ese mito probadamente falso que ETA abre y cierra cuando quiere, pretendiendo dictar en cada momento el juego que le interesa. Creo que un Gobierno puede y debe explicar sus actos, pero no reivindicar sus errores como un derecho; y creo que hay errores que cuando se insiste en cometerlos son inexcusables, y son además la expresión del miedo y de la cobardía. Creo que nunca, jamás, se debe unir el final del terrorismo con una negociación política bajo ningún nombre, y que debería quedar claro a los terroristas que no verán otra mesa que aquella en la que depositen sus armas.

Creo que las víctimas, ajenas a la tentación de la venganza, constituyen un ejemplo de confianza en el Estado de Derecho y un imperativo de justicia que nos compromete a todos. Y con estas ideas, que son un bagaje simple pero de convicción sincera, siento la satisfacción y el agradecimiento de volverme a encontrar con todos vosotros bajo el recuerdo doloroso pero querido de mi amigo Goyo.

Muchas gracias.

T-4: hundido

David Gistau

El Mundo. 3 de enero de 2007

Su reacción pasmada y el escaqueo a Doñana durante las horas posteriores al atentado de la T-4 hicieron que 'Zetapé' recordara a aquel Bush que leía un libro infantil del revés mientras las Torres eran atacadas. Cuán parecidos fueron esos dos semblantes como de haberse pillado la picha con la cremallera que delataron bloqueo ante lo imprevisto e incapacidad de cumplir con las exigencias del liderazgo en una situación crucial. La bomba de ETA, con sus dos muertes accidentales, revienta la legislatura y convierte a Zetapé en un pato cojo prematuro para el que Osvaldo Soriano tiene una de esas combinaciones de tres adjetivos que tanto gustan al todavía presidente: triste, solitario y final.

Como a Zetapé no le ha salido el conejo de la chistera, ahora hay que regresar al Pacto Antiterrorista y recuperar la ayuda de las fuerzas políticas que fueron vapuleadas y enviadas al exilio interior por los intereses de una estrategia fallida. Es decir, que hay que volver a esos mismos principios por los que fueron puestos a parir desde el Gobierno y el periodismo orgánico todos cuantos los defendieron en los últimos meses, ya se tratara de cavernarios del PP nostálgicos de la muerte, de asociaciones de víctimas o de los escasos disidentes del PSOE tan acosados desde dentro como Rosa Díez. Si se trata de regresar a todo eso, a la unidad contra el terrorismo, a la firmeza desde todos los resortes del Estado -político, policial, social y judicial-, este Gobierno no puede ser el que lo haga. Porque ya nadie le cree.

Porque este Gobierno es el que ha desgastado la cohesión que ahora demanda. Porque es el que le ha comprendido las razones al terrorismo y no en cambio a las víctimas. Porque es el que ha alterado la semántica para hacer pasar a los terroristas por hombres de paz y estadistas. Porque es el que ha consentido chivatazos policiales e intervenciones judiciales que debilitaron la defensa antiterrorista.

Porque es el que sacó a la calle al equipo pancartero habitual para que deshiciera la unión social suplantando las manos blancas por rosas blancas. Porque es el que ha tolerado la recuperación de Batasuna como sujeto político e incluso ha planteado, apenas horas antes del atentado, reformar el Estatuto para permitirle el acceso a cuotas de poder. Porque ha fracasado en la apuesta a la que confió su legitimidad e incluso su posteridad. Porque, en suma, ha destruido todas las convenciones antiterroristas cuyos pedazos ahora intentará arreglar como quien vuelve a montar un reloj que primero rompió.

Por todo esto, y si ahora hay que volver a ocupar las posiciones que fueron abandonadas por Zetapé, nos merecemos un Gobierno que no esté manchado y al que no quepa reprochar que fue él quien nos debilitó para reforzarlos a ellos. Es hora de convocar elecciones. Y ojalá que a ellas se presente un PSOE más parecido a como lo concibió Nicolás Redondo que a este partido pasmado que, con tal de traicionar, se traicionó incluso a sí mismo.

T-4

Jon Juaristi

ABC. 31 de diciembre de 2006

ETA entra en el nuevo año convertida en un Estado en la sombra, gracias a una combinación de desventurados factores entre los que destaca la estupidez de un Gobierno entregado a la retorsión de la lógica. Si a éste le quedara un poco de decencia, dimitiría en bloque. Si tuviera un mínimo de vergüenza, convocaría elecciones. Si aún hubiera un asomo de sensatez en semejante colección de ineptos, se bajarían en marcha del «proceso de paz», pero como no les asiste ni la decencia, ni la vergüenza ni la sensatez, seguirán impertérritos hacia el abismo. ¿ETA, vencida? Por muy triturado que se encuentre un grupo terrorista, incluso por muy desprovisto de apoyo social que se haya quedado, no podrá hablarse de derrota del mismo hasta que sus miembros no admitan la radical ilegitimidad de sus objetivos. El argumento de que se debe hablar con organizaciones de este tipo cuando se tiene certeza de su impotencia es falaz. Nadie se planteó jamás un diálogo con el Grapo, ni siquiera cuando la práctica totalidad de sus efectivos estuvo en la cárcel. Se intuía acertadamente que la neutralización no equivalía en su caso a la derrota, porque jamás se consideraron vencidos. ¿Por qué supuso Rodríguez que con ETA iba a ser distinto? ETA tiene su lógica, mal que le pese a Rubalcaba. Una lógica criminal, pero tan racional como la del ministro del Interior, o más.
El Gobierno actual pretende justificar su obcecada persistencia en el proceso, alegando que Aznar trató de hacer lo mismo. Miente. El Gobierno de Aznar hizo precisamente lo contrario: cortar en seco. Pero supongamos que hubiera hecho lo que no hizo, o sea, prolongar los contactos tan infructuosamente como lo han hecho los socialistas. El sentido común obligaría a considerar las tentativas frustradas anteriores como datos disuasorios. Nadie se contradice si afirma que espera triunfar donde otro fracasó, pero se comportará como un majadero si, a la manera del Gobierno de Rodríguez, se exculpa de sus propios fracasos con el argumento de que otros también se estrellaron en los mismos obstáculos.
El segundo argumento de los socialistas, en orden de manoseo, ha sido la ausencia de atentados mortales en los últimos años. Ignoro si esta muletilla se acuñó solamente para tener contenta a la banda, pero logró ese efecto. Veamos: ante la evidencia de que ETA llevaba varios meses sin matar, el Gobierno de Aznar la explicaba por el acorralamiento policial y judicial de los terroristas y sus cómplices, lo que, además de verosímil y convincente, era cierto. Los socialistas, por el contrario, han insistido en que tal situación se debía a un cambio de actitud de ETA, y los etarras han entendido que el Gobierno les reconocía y agradecía que, pudiendo matar, no mataran. En otras palabras, han entendido que se les equiparaba al Estado que limita voluntariamente su monopolio de la violencia renunciando a imponer la pena de muerte y, en consecuencia, se han sentido más alternativa al Estado que nunca, convicción ésta reforzada por la visible renuncia del Estado a ejercer su soberanía territorial. Cabe recordar un fenómeno sobre el que recientemente ha llamado la atención Pierre Manent: la abolición de la pena de muerte en Europa occidental coincidió con el ascenso generalizado del terrorismo, como si sectores de la sociedad se apresurasen a recuperar las competencias que el Estado se negaba a detentar. Un Estado débil llama clamorosamente al terrorismo, y los socialistas han debilitado al Estado.
Con todo, el problema no está en cómo se sientan los de ETA esta Nochevieja, sino en cómo vuelve a ser percibida la banda. Es innegable que -con espanto, rabia o entusiasmo, según sus diversas posiciones morales-, los españoles ven hoy a ETA, Batasuna incluida, como una alternativa de poder, cuando no como un poder paralelo, copartícipe de los arcanos del Estado, cuyo actual Gobierno nos ha ofrecido una versión inédita de la política de las cloacas, tan cara a la izquierda en general y a los socialistas en particular: contubernios sucios donde antes hubo guerra sucia. Y con resultados idénticos.

Hasta aquí hemos llegado

Teresa Jiménez-Becerril

ABC. 2 de enero de 2007

NUESTRAS peores sospechas se confirman: ETA nos da el fin de año. Ellos, a brindar con champán, mientras nosotros esperamos largas colas con nuestros hijos que nos lloran en brazos. Ellos, a sonreír y nosotros, a sufrir. Es su meta; a más sufrimiento de los que ellos llaman despectivamente «españoles», más satisfacción del mundo de ETA. ¿Y quién es ETA? Eso es lo que habría que saber. Para mí son más de los que nos dicen que son, porque, como dice el refrán, «quien calla, otorga», y en el País Vasco callan muchos y los que hablan lo hacen para exigir derechos, que no deberes, del pueblo vasco. Ustedes se han parado a pensar que el señor Otegi no ha condenado un atentado con 800 kilos, o los que sean, de explosivos, donde han volado cuatro plantas de aparcamiento y con ellas dos personas. Para mí eso es ETA; la prepotencia, la crueldad, la indiferencia, el desprecio por la vida. Otegi es ETA. Y todos aquellos que aceptan las atrocidades de la banda terrorista como algo razonable son ETA. No importa si ponen bombas, si disparan a bocajarro, si secuestran, si queman cajeros y autobuses, si extorsionan. No importa el alcance de sus acciones, si su intención es matar a un político determinado o a un ciudadano anónimo, todos son ETA. Todos culpables. ¿O es que quien aparcó el coche en la T-4 para sembrar el terror es menos malo que quien le dio un tiro en la nuca a mi hermano y a su mujer? No, los dos son asesinos, los dos ETA, los dos pertenecientes a ese mundo, que jamás tuvo intención de abandonar la violencia, a pesar de que hubo quien nos hizo creer que así sería.
Quienes nunca lo creímos fuimos tachados de intolerantes, de enemigos de la paz, de seres llenos de odio, incapaces de afrontar el futuro con esperanza. La gente nos decía: «¿Pero algo habrá que hacer?» Y yo les contestaba: «Hay que vigilarlos». No se trataba de querer o no la paz. ¡Qué ingenuidad! La paz la queremos todos, menos ellos. Se trataba de ver con claridad lo que otros no veían o no querían ver y por ello hemos sido estigmatizados. Las víctimas llegamos a convertirnos en los malos» en un mundo de «buenos». Y aún hoy debemos medir nuestras palabras o corremos el riesgo de aparecer como los aguafiestas de esta absurda función donde sólo los terroristas saben e interpretan bien su papel. Y donde el resto de los intérpretes debemos seguir el guión que ellos van escribiendo según lo creen conveniente. Y hoy nos toca pasar miedo, en los aeropuertos, en los trenes, en los centros comerciales, allá donde el terror decida golpear inocentes. España vuelve a ser rehén de ETA, siempre lo fue, pero hubo un tiempo en que lo fuimos con dignidad, con coraje, de tú a tú. Hubo un tiempo en el que al asesino logramos llamarle asesino y no hombre de paz. Con muertos o sin muertos, hubo un tiempo en el que los españoles levantamos no sólo las manos blancas, sino la cara para mirar de frente al terror y decidle: «Mátame si quieres, pero yo soy libre y por tanto más fuerte que tú». Fuimos muchos, y ellos por una vez nos respetaron y nos temieron. Nos siguieron matando. Mi hermano y su mujer fueron asesinados después de la multitudinaria manifestación que siguió a la muerte de Miguel Ángel Blanco en Madrid, pero a pesar de ello estábamos unidos y crecidos, y nuestro miedo disminuía entre la solidaridad de todo un pueblo. Esa unión consiguió que le gritáramos «!basta ya!» a una banda de asesinos que hasta entonces había engañado a tantos con su disfraz de perseguido político. ¡Qué tiempos aquellos! Tiempos tristes, os lo aseguro, que los he vivido y los sigo viviendo en mi propia piel, pero tiempos de honor, donde un país, España, se enfrentó a un grupo terrorista ETA. Tiempos donde la suerte de un muchacho secuestrado fue la de la mayoría de los españoles, y con su muerte nos mataron a todos un poco. Recuerdo que mi hermano fue a recoger al aeropuerto al alcalde de Ermua que vino a Sevilla para encabezar una enorme manifestación contra ETA. No sabía Alberto que a los pocos meses Sevilla saldría de nuevo a gritar asesinos con las manos pintadas de blanco a quienes acabaron con su vida y con la de su mujer. La gente salió a llorar en público y a desafiar a quienes sembraban de huérfanos su país.
No se trata de comparar nada, ni de mirar atrás aferrados al pasado, pero debemos afrontar el presente con los ojos abiertos, valorar el atentado de ETA, sin complejos, sin miedo a ser considerados enemigos políticos de nadie y sobre todo debemos reaccionar ante una barbarie semejante. Independientemente de lo que haga el Gobierno, quien puede tener sus motivos para responder tibiamente a un golpe contundente, claro y decisivo, como el que nos ha dado ETA, nosotros, la gente de a pie, vemos lo que nuestros ojos nos muestran, un atentado gravísimo, desgraciadamente con muertos, que ha aterrorizado a miles de personas que viajaban ese día y que ha dejado a la mayoría de los españoles confusos, tristes y asustados, y tenemos la obligación de responder a ETA como lo hemos hecho en otras ocasiones.
La indiferencia es un lujo que en momentos como los que nos está tocando vivir no nos podemos permitir. No podemos seguir pensando que es mejor estar callados y serenos, hay que exigir, señores. Quienes nos gobiernan están ahí porque los hemos puesto nosotros y deben ser nuestra guía, nuestro referente, y hoy por hoy no lo están siendo. Basta de decir que hay que dejar hacer, como nos han venido diciendo con insistencia durante todos estos meses. Dejar hacer sí, pero por desgracia a quienes les hemos dejado hacer ha sido a ETA, y bien que nos lo ha demostrado. Si pedir a quienes nos representan que sean contundentes con una banda terrorista que se muestra con plena capacidad operativa es hacer ruido e impedir el proceso de paz, pido desde aquí a todos aquellos que se sienten amenazados por ETA que hagan todo el ruido posible para que los asesinos se enteren de que no se juega con el deseo de paz de todo un pueblo. Hay momentos en los que no se puede seguir arriesgando. Sr Zapatero, hasta aquí hemos llegado, y si hay que dar un portazo se da, aunque se pillen los dedos más de uno. No puede usted seguir con la puerta entreabierta para ver lo que los terroristas hacen. Venga aquí donde estamos nosotros, las víctimas y la mayoría de los españoles y decidamos juntos cómo luchar contra el terrorismo del único modo posible: unidos. Y aceptemos de una vez por todas que ETA no ha cambiado, los únicos que han cambiado son nuestros gobernantes y con ellos parte de una opinión pública que prefiere seguir creyendo que el atentado del pasado día 30, en el fondo era sólo una llamada de atención, un aviso para que aceleráramos el paso hacia sus exigencias. Es indecente, a día de hoy, seguir creyendo que estamos ante una gran oportunidad para conseguir el fin de ETA. Asumamos que ese fin está más lejos que ha estado en los últimos años y no perdamos tiempo en culpar a quienes sabemos de sobra quehan sido los culpables. Analicemos la situación al día de hoy y empecemos el año con el propósito de intentar acabar del único modo que sabemos con una banda terrorista que no quiere dejar de serlo: luchando con las armas que conocemos, que son la firmeza, la unidad y el valor. ¡Qué más quisiera yo que hubiera atajos o soluciones mágicas para convertir a ETA en un partido democrático que acepta las reglas del juego! Pero ya hemos visto como se las gastan sus jugadores

Los límites se llaman Carlos Alonso y Diego Armando

Rosa Díez

El Mundo. 2 de enero de 2007

Desde que ETA declaró el alto el fuego en marzo pasado se han venido produciendo multitud de hechos que desmentían la supuesta voluntad de la banda de abandonar definitivamente la violencia. A pesar de que el Gobierno nos hizo saber que tenía todas las garantías de que «esta vez» ETA iba en serio, lo cierto es que cuando el presidente compareció ante los periodistas, el 29 de junio pasado, para anunciar «el inicio del diálogo con ETA», no se cumplía ninguna de las condiciones impuestas por la resolución aprobada en mayo de 2005 en el Congreso de los Diputados para que ese paso pudiera darse. De hecho, desde el 22 de marzo en el que ETA hizo pública su pomposa declaración de alto el fuego hasta ese 29 de junio, lo único que había quedado ampliamente verificado es que la banda había decidido no renunciar al uso de la violencia para conseguir sus objetivos políticos.

De que esto era así hubo pistas claras e inmediatas: el 13 de abril, empresarios navarros denunciaron cartas de extorsión de ETA posteriores al alto el fuego, y el día 22 de ese mismo mes el comercio de José Antonio Mendibe, concejal de UPN en Barañain (Navarra), sufrió un atentado terrorista que lo destruyó por completo. Desde entonces y hasta hoy, los atentados terroristas, las cartas de extorsión, la quema de autobuses, de cajeros, los ataques a instituciones públicas, a sedes de partidos políticos, las exhibiciones de prepotencia de la banda, etcétera, han sido constantes. Por más voluntad que uno pusiera en obviar la realidad, ETA ha demostrado en estos nueve meses que considera útil el uso de la violencia y que en modo alguno ha tomado la decisión de abandonarla.

ETA ha mantenido e incrementado su actividad terrorista a pesar de los gestos de benevolencia, complacencia y apaciguamiento con que ésta era respondida por los dirigentes del Partido Socialista y del propio Gobierno. Recuérdese a Patxi López declarando «interlocutor imprescindible» a Batasuna-ETA y reuniéndose con ellos en un céntrico hotel guipuzcoano sin que los terroristas hubieran condenado la violencia. O al presidente refiriéndose a Otegi como un hombre de paz; o afirmando, en pleno desarrollo del juicio contra él, que De Juana Chaos estaba «en el proceso».

Desde aquel 29 de junio en que el presidente anunció el inicio del diálogo con ETA, hemos vivido una situación surrealista. Mientras la banda confirmaba día a día -con sus comunicados y con sus actos- que no renunciaba a nada -ni a sus objetivos ni a su estrategia para lograrlos-, los portavoces de la verdad oficial se empeñaban en negar la realidad. El robo de pistolas, los disparos de Oiarzun, la quema de autobuses, los duros comunicados de ETA, las amenazas del Zutabe, las exigencias de que la democracia se declarara en tregua..., todo era considerado como gestos para la galería. Y quienes veíamos en todo ello la expresión totalitaria de la organización terrorista y sus verdaderas intenciones éramos inmediatamente calificados como «enemigos del proceso».

Durante este tiempo hemos hablado en más de una ocasión de los límites. Límites morales, democráticos, éticos. Límites que van más allá -o están más acá- de los límites políticos establecidos por la resolución de mayo de 2005, ampliamente superados por el Gobierno; eso hoy no lo cuestiona nadie. Incluso se ha llegado a teorizar positivamente la superación de esos límites en función de los posibles resultados. Desde esa perspectiva utilitaria se justificaba, por ejemplo, la reunión oficial entre el Gobierno y ETA el pasado mes de diciembre: había que obtener garantías de la banda de que se mantenía la tregua.

Atrás quedaban todas las proclamas de que no se hablaría con ETA mientras su «voluntad pacifista» no estuviera acreditada. Y es que hace tiempo que los portavoces de la verdad oficial decidieron que lo importante era justificar los fines; hace tiempo que olvidaron que en democracia también es necesario justificar los métodos. Por eso casi todo valía para mantener la ficción de que el proceso de paz seguía adelante. No podía consentirse que la realidad nos estropeara un hermoso sueño.

Pero yo quería hablar de otros límites, de los límites prepolíticos; de los que se traspasaron desde el mismo día en que se empezaron a minimizar la importancia de los actos de terrorismo callejero; de los que se violaron desde el mismo momento en que se empezaron a relativizar las amenazas de ETA; desde el mismo momento en que se declararon interlocutores políticos del proceso a los terroristas. Yo quiero hablar de los límites morales, de los límites democráticos; de ésos que se pusieron en riesgo cuando algunos quisieron negar la capacidad política de las víctimas; de los que empezaron a peligrar cuando se llevó a Estrasburgo un debate sobre el proceso de paz, generando una enorme confusión entre los europeos, escenificando una división entre los demócratas españoles y colocando a ETA y al Gobierno como dos actores para la resolución del conflicto.

Durante estos meses hemos dicho en más de una ocasión que existían algunas líneas rojas que jamás se debieran traspasar. Frente a aquéllos que hablaban de «nuevos tiempos» para justificar el olvido, hemos sostenidos que nunca sería posible construir un verdadero espacio de libertad olvidando lo que no hay que olvidar. Durante estos meses hemos escuchado afirmar de algunas víctimas que «son unos fachas», o «no se han adaptado», o «les tocó la lotería cuando asesinaron a sus familiares»... Algunos han tratado de cuestionar -utilizando las palabras adecuadas- la inocencia de las víctimas del terrorismo. Hemos dicho que esos comportamientos eran inaceptables. Hemos denunciado que la línea roja estaba siendo traspasada. Hemos proclamado que la inocencia de las víctimas es intocable. Y hemos sentido que se estaban violando los límites. Pero el proceso seguía adelante. Se nos recordaba detalladamente los días que ETA llevaba sin matar. Y se obviaba la enorme trascendencia que estaba teniendo la utilización de ese lenguaje perverso que devolvía la esperanza a los terroristas y sembraba de desconcierto y de inquietud a muchos ciudadanos, particularmente a muchas de las víctimas de ETA.

Así hemos llegado hasta aquí, hasta el 30 de diciembre de 2006, día en el que ETA hizo estallar una potentísima bomba que acabó con la esperanza y la vida de dos seres humanos, Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio. Conmocionada, como todos, tras las imágenes y las noticias sobre el atentado y los desaparecidos, me senté a escuchar la rueda de prensa del presidente del Gobierno, buscando en sus palabras una respuesta clara. No la he encontrado. A pesar de la evidencia -qué mayor evidencia que el crimen para quien lleva dos años y medio hablando de que ETA no mata-, todos hemos percibido que el presidente ha decretado una pausa, pero no ha dado por roto el espejismo.

Me asusta la situación. No sé qué más tiene que pasar para que el Gobierno comprenda que su estrategia de apaciguamiento frente a ETA ha fracasado. No sé qué más tiene que pasar para que el Gobierno deje de sostener la ficción de que se puede seguir adelante -con los mismos presupuestos y con los mismos socios-, como si nada hubiera ocurrido. ETA nunca decidió dejar la violencia, como se desprende de su actividad en estos nueve meses; pero el día 30 rompió mortalmente la tregua. No caben disimulos ante esa verdad incuestionable. Pero el Gobierno no parece percibirlo así; su reacción me recuerda a la que tuvo Ibarretxe cuando ETA rompió la tregua en enero de 2000, asesinando en Madrid al teniente coronel Blanco: condenó solemnemente el atentado y siguió gobernando con el apoyo de Ternera. Las dramáticas consecuencias de aquella reacción -escapista, equivocada e insuficiente desde la perspectiva democrática- las conocemos todos.

Presidente, ETA ha roto la tregua. ETA se ha saltado todos los límites tolerables para seguir adelante con una política gubernamental que pretenda el final dialogado. Presidente, usted optó por explorar una vía diferente a la contemplada en el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo; más allá de la opinión que esa opción nos pueda merecer, estaba usted en su derecho y tenía toda la legitimidad para hacerlo. Pero resulta evidente que sustituir al socio de la firmeza por un acuerdo con aquéllos que nunca quisieron la derrota de ETA, que siempre quisieron negociar con ella -cuando mataba y cuando no-, no ha dado los resultados que usted apetecía. Presidente, esa opción política ha fracasado. Presidente, ha de sustituir sin demora la política del «diálogo con» por la de la «derrota de».

Presidente, los límites traspasados exigen que ponga en marcha todos los instrumentos del Estado de Derecho para derrotar a ETA. Presidente, los límites traspasados, intocables, irrecuperables, tienen nombre propio. Se llaman Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio. Presidente, vuelva usted al Pacto.

Rosa Díez es diputada socialista en el Parlamento Europeo.

Contra la impunidad

Mikel Buesa

ABC, miércoles 3 de enero de 2007

UNA de las exigencias que con mayor insistencia ha puesto ETA y Batasuna sobre el tablero político, antes de que el atentado de Barajas haya marcado un punto culminante en su reciente trayectoria de empleo de la violencia política y haya suscitado un paréntesis en su relación con el Gobierno, es la de la impunidad. Ésta se reclama para los delitos cometidos por los terroristas que matan y para los que planifican, financian, justifican y exaltan las acciones de aquellos. La impunidad dejaría así fuera del castigo penal no sólo a quienes han participado en alguna de las múltiples ramificaciones de la organización terrorista -de los que unos ciento setenta se encuentran actualmente procesados- sino también a los criminales que no han sido, por el momento, detenidos. Éstos, según ha estimado recientemente la Fundación Víctimas del Terrorismo, suman un total de doscientas setenta y seis personas, de las cuales alrededor de dos centenares viven en un cómodo exilio americano o africano, y los demás, entre los que se cuentan los responsables de los delitos más graves, se acomodan a una vida clandestina en Francia o en otros países de Europa. Pero no son los únicos, pues hay también responsabilidades no reclamadas en más de ochenta asesinatos no esclarecidos para los que se desconoce la identidad de sus autores. En definitiva, más de quinientos miembros o colaboradores de ETA que tienen cuentas pendientes con la justicia verían cómo éstas se difuminan si el Gobierno, haciendo caso omiso a la constatación de que ETA no ha abandonado la violencia, mantiene su política anterior al referido atentado y atiende, de un modo u otro, a sus demandas. Y, establecida la impunidad para ellos, no sería sorprendente que, de manera inmediata, se considerara la excarcelación de los seis centenares y medio de etarras que actualmente se encuentran en prisión, sin atender a las demandas de justicia de sus víctimas.

Han sido precisamente las víctimas del terrorismo las que han llamado la atención de las autoridades políticas y de las organizaciones internacionales para evitar que la impunidad pueda plantearse. En efecto, fue en enero de 2004 cuando, en su primer congreso internacional, víctimas llegadas a Madrid desde siete países plantearon entre sus conclusiones que «los crímenes terroristas sean considerados como violaciones de los derechos humanos... y sean incluidos en la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional». Tal consideración haría del terrorismo un delito perseguible en todo tiempo y lugar, con independencia de cuándo y dónde hubiera sido cometido, pues los derechos humanos son universales, irrenunciables e inviolables, y los crímenes contra ellos son imprescriptibles y se sujetan al principio de justicia universal. Ello no puede ser de otra manera porque el valor de los seres humanos es inconmensurable. El académico marroquí Mohammed Allal Sinaceur expresó con bellas y contundentes palabras la razón última de esta constatación: «Con cada hombre que nace, el mundo es concebido nuevamente. Con cada hombre que muere, todo el mundo desaparece».

Más recientemente, en abril de 2006, el secretario general de Naciones Unidas se ha hecho eco de esa reclamación de las víctimas, incluyendo en su informe Unidos contra el terrorismo una firme declaración en el mismo sentido. «Ningún fin -señala Kofi Annan- justifica los ataques intencionados contra civiles y no combatientes. Los actos terroristas son una violación del derecho a la vida, la libertad, la seguridad, el bienestar y el derecho a vivir sin temor». No en vano el primer mandatario internacional menciona la vida, la libertad y la seguridad, pues son estos tres conceptos los que aparecen en el frontispicio de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en tanto que matriz de la que emanan todos los derechos proclamados en ella. Y si el terrorismo quebranta esos derechos tan fundamentales, resulta evidente que ha de ser considerado como un delito contra ellos.

Pero también cabe adentrarse en la calificación de los delitos terroristas a partir de los conceptos de crimen de guerra y de crimen contra la humanidad. Con un criterio irreprochable, el grupo de alto nivel sobre las amenazas, los desafíos y el cambio, nombrado en 2003 por el secretario general de la ONU, definió el terrorismo teniendo en cuenta dos elementos: por una parte, su materialización en actos de violencia dirigidos contra civiles o no combatientes; y por otro, su finalidad política al proponerse «intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo».

El primero de estos elementos abre la posibilidad de tratar el terrorismo como crimen de guerra, pues aunque este concepto es en principio sólo aplicable a las conductas que violan las leyes y costumbres de la guerra en el marco de conflictos internacionales, puede aducirse lo dispuesto en el tercer artículo común a los Convenios de Ginebra de 1949 que es aplicable a los conflictos armados internos a cada país. Según él, se prohíben «los atentados contra la vida y la integridad corporal, ...el homicidio en todas sus formas, las mutilaciones, los tratos crueles, la tortura y los suplicios, la toma de rehenes, los atentados contra la dignidad personal, las condenas ficticias y las ejecuciones sin previo juicio ante un tribunal legítimamente constituido... de las personas que no participen directamente en las hostilidades». Asimismo, el IV Convenio de Ginebra prohíbe expresamente el terrorismo -entendido como los ataques contra civiles- en cualquier conflicto armado, sea interno o internacional. Y, por otra parte, los precedentes establecidos por los Tribunales Penales Internacionales para Ruanda y Yugoslavia, así como el estatuto del Tribunal Penal Internacional, permiten aceptar la extensión del derecho de guerra a los conflictos internos. En relación con España, no sería difícil identificar todos esos supuestos delictivos que se acaban de enunciar entre las miles de acciones terroristas ejecutadas por ETA.

Y el segundo -el carácter político del terrorismo- abre, a su vez, una vía hacia su consideración como crimen contra la humanidad. En efecto, tienen este carácter los actos sistemáticos de violencia contra las personas, haya guerra o haya paz, que son producto de la persecución por motivos políticos, raciales o religiosos de un grupo humano identificable, incluso cuando no sea violada la ley nacional del país en el que se perpetren. Ambas notas son atribuibles al terrorismo, pues sus ataques mantienen una línea de continuidad temporal, más allá de que su intensidad o repetición puedan ser variables, y se cometen contra personas pertenecientes a un conjunto humano identificado como «enemigo», por razones esencialmente ideológicas y, por tanto, políticas. Así, en el caso de ETA la sucesión de atentados, extorsiones, secuestros, amenazas o actos de violencia callejera dura ya más de cuatro décadas; y las personas que han sido objeto de su violencia se han ido ampliando en círculos concéntricos hasta abarcar a la práctica totalidad de quienes defienden una sociedad democrática alejada de los presupuestos del nacionalismo.

Por tanto, son varias las posibilidades conceptuales para entender que los crímenes terroristas han de ser considerados imprescriptibles y sujetos a jurisdicción universal. En estas circunstancias, una política auténticamente progresista, más aún en las circunstancias actuales cuando el atentado de Barajas ha roto una vez más el espejismo de la solución dialogada al terrorismo, sería introducir esos principios en el ordenamiento jurídico interno; y no, como parece, tratar de acortar los plazos de prescripción de tales delitos y, menos aún, ser condescendiente con quienes los cometen, minimizando sus responsabilidades o diluyéndolas en confusas políticas de pacificación. Pues sigue siendo una verdad esencial, moral y política, la que hace veinticinco siglos dejó plasmada Sófocles en su Filoctetes: «A los hombres les es forzoso soportar las fortunas que los dioses les asignan, pero a cuantos cargan con males voluntarios... no es justo que nadie les tenga clemencia ni compasión».

MIKEL BUESA
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

Carta a los nuevos ciegos

Pilar Ruiz Albisu

En el segundo aniversario del asesinato de mi hijo Joxeba te hablé en público y en privado, Patxi, porque estaba cada vez más preocupada por algunas palabras y gestos de quienes te acompañan en el partido.

Soy mayor, Patxi, tengo setenta y tres años y tú eres muy joven, como lo es el presidente del Gobierno. Por eso me atreví a decirte que pensaras en las cosas que son realmente importantes: la vida y la dignidad. La defensa de la vida y de la libertad y de la dignidad es más importante que el poder o que el interés del Partido Socialista. Sabes muy bien que mi hijo pensaba exactamente así...

Te hablé de la traición de los nacionalistas en Santoña en 1937, Patxi...
Con José Luis Rodríguez Zapatero hablé el 13 de diciembre de 2003. Ahora estamos en el año 2005 y yo todavía tengo voz, y no callaré, pero ahora hay muchos ciegos en España y creo que serán ciegos y mudos ante nosotros. Hay muchos ciegos que serán leales a lo que hagáis, aunque nos traicionéis, porque sólo ven las siglas y éste es el país de Caín y Abel, de unos contra otros, de la política que parece tantas veces un partido de unos forofos contra otros forofos. Y sí, los hinchas que escriben de vuestro lado dirán lo que vosotros no diréis en voz alta, que es lo que ya nos han dicho los nacionalistas: que estamos manipulados por el Partido Popular y por nuestro dolor, y que deberíamos estar callados cuando nos den un abrazo y un homenaje.

ETA no ha dado tregua, pero a veces creo que os ha podido o que está a punto de poderos... ETA no se ha arrepentido de matar, y puesto que no va a reconocer el mal causado, si obtiene algo de vosotros significará por fin que matar ha valido la pena. Me apena –a veces me indigna, si tengo que ser totalmente sincera– veros enredaros en las palabras con que os intenta descolocar el mundo de ETA... Y salvo que deseemos engañarnos, nos consta que Ibarretxe no se ha arrepentido de haber pactado con ETA, ni de romper por la mitad la sociedad vasca. Ibarretxe y la gran mayoría de los nacionalistas —«tengan pistola o no» son de los de a Dios rogando y con el mazo dando, y en la negociación irán de la mano con las mismas palabras...

Ay, Patxi, ya sé que no me enseñarás los lugares donde estuve refugiada. Tú me dijiste que mi vida había sido triste. Fui una refugiada de guerra miserablemente pobre, crecí como la hija de un rojo represaliado, no pude votar hasta los cuarenta y cuatro años. Y después vino el calvario de nueve años de ver sufrir a mi hijo, que veía llegar su propio asesinato. Se jugó la vida por defender la libertad, no por lo que parece que viene de vuestra mano, eso que pomposamente se anuncia como un proceso de Paz. Porque, Patxi, ahora veo que, efectivamente, has puesto en un lado de la balanza la vida y la dignidad, y en el otro el poder y el interés del partido, y que te has reunido con EHAK. Ya no me quedan dudas de que cerrarás más veces los ojos y dirás y harás muchas más cosas que me helarán la sangre, llamando a las cosas por los nombres que no son. A tus pasos los llamarán valientes. ¡Qué solos se han quedado nuestros muertos!, Patxi. ¡Qué solos estamos los que no hemos cerrado los ojos!

Pilar Ruiz Albisu, madre de Joseba Pagazaurtundúa, asesinado por ETA

Carlos Alonso Palate. Diego Armando Estacio

Maite Pagazaurtundua

BastaYa.org. 4 de enero de 2007

No tenía esperanza de que las conversaciones entre el Gobierno y el mundo de ETA pudieran llegar a ningún lugar, pero imaginaba que pasaría algún tiempo más en dimes y diretes públicos y privados. Supuse que al menos se alargarían hasta las elecciones locales del próximo mes de mayo.

Me resulta difícil escribir hoy el diario.

Siento un desgarro mayor que el día 30 de diciembre. Los resortes emocionales comienzan a enmarañarse por dentro según van teniendo nombre y rostro las dos personas desaparecidas en la descomunal explosión del aparcamiento de la T4 del pasado martes. A Carlos y a Diego les han truncado la vida y han destrozado las de sus familias, a los que imagino desgajados de su tierra y sus apoyos, angustiados y desconcertados, hora tras hora, día tras día, en la habitación de un hotel madrileño cercano al aeropuerto. No tienen ni cuerpos que llorar y no están en los lugares que les resultan familiares para ejercitar los ritos funerarios y empezar sus difíciles duelos.

Yo también pasé unas horas, que sentí absurdas y eternas, en la habitación de un hotel madrileño cercano al aeropuerto de Barajas cuando me enteré de que habían atentado contra mi hermano hace ya casi cuatro años. Estaba sola. Y no podía con mi dolor, así que salí de la habitación y al primer ser humano que encontré le dije que habían matado a mi hermano. Era una empleada del hotel, de la limpieza de la planta, lo dejó todo, me abrazó y me consoló. No olvidaré nunca a aquella mujer buena que me dejó llorar en su regazo de madre.

Se suele hablar con frivolidad del terrorismo, del diálogo como una forma subsidiaria de milagros y metamorfosis de los terroristas, se suele hablar con frivolidad de las víctimas que provocan, de la reconciliación, del perdón a los terroristas. Se habla con frivolidad de los días sin muertos. No son días sin muertos, son días sin atentados, porque los asesinatos son irreversibles, y cada día desde el asesinato de un ser humano es para sus seres queridos un día más con muerto, porque el duelo del terrorismo no se cierra mientras no se realiza justicia, la concreta de que los responsables encaren su responsabilidad ante la sociedad, y la general que consiste en derrotarlos, no en apañarse con los que no han respetado la vida y la dignidad de los demás y no se sienten responsables por todo ello.

Los terroristas principitos pequeñoburgueses vascos se ven a sí mismos como víctimas de la invasión franco-española y han matado, defensivamente, a Carlos y a Diego. Sólo ven la muerte y desolación que provocan como un resorte de poder, como un instrumento de acumulación de fuerza. Malditos.
Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio. Asesinados de forma defensiva por ETA. Pronuncio esos dos nombres con respeto, como invitaba a hacer ayer Santiago González en su blog.