IV Congreso Internacional sobre Víctimas del Terrorismo
Enero de 2008
Blog de Mikel Buesa, ABC, 19-enero-2008
Ser víctima del terrorismo constituye un acontecimiento inesperado y desconcertante. A mí me sorprendió hace casi ocho años, en una fecha aciaga que no olvidaré nunca, mientras grababa una entrevista con una radio local de San Sebastián, cuando tres asesinos de ETA accionaron el coche–bomba con el que mataron a mi hermano Fernando y a su escolta Jorge Díez. En mi familia todos sabíamos que sobre Fernando pesaba la amenaza terrorista, pero nunca habíamos querido creer que ese desafío fuera a hacerse realidad, seguramente porque ocultarlo en algún recóndito lugar de nuestra mente era la única manera de poder vivir en libertad. Y no es que no tuviéramos miedo; es que nunca dejamos que el miedo se trocara en cobardía.
Aquella tarde invernal y desapacible cundió en mí el desconcierto, todo fue turbador: ¿cómo llegar a comprender que, en un instante, alguien, un ser humano, ha sido capaz de decidir acerca de la suerte vital de otro hombre, matándolo? Uno puede saber muchas cosas, es verdad. Y ha oído la vieja historia del Génesis: de cómo el conocimiento del bien y del mal da al hombre la posibilidad de reproducirse, de crear vida, pero también de perpetrar con sus manos la muerte. Adán y Eva, Caín y Abel; la historia que hace participar al hombre del mismo saber que tiene Dios cae como una pesada losa sobre nosotros. Uno tiene noticia de que se han cometido crímenes, de que tal o cual persona, a la que no conoce, ha sufrido un atentado. Y se ha indignado con ello. Y ha recordado tantas veces la sentencia de Castellio: «matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre». Pero cuando llega el momento en el que tal acontecimiento le roza a uno tan de cerca, cuando, como yo, se afronta el hecho mientras las televisiones lo retransmiten en directo, entonces no se sabe qué decir ni qué pensar; las palabras fallan y no sirven para expresar ese saber que sólo es aprehensible a través del sufrimiento y que, primero, de una manera fugaz y, más tarde, de un modo invasivo, te hace penetrar en el Mal y te revela la soledad radical con la que se afronta la existencia humana.
Es entonces cuando uno se siente abandonado, desamparado. Cuando percibe que se ha roto ese vínculo esencial que nos une a todos los seres humanos y nos hace esperar de los otros su ayuda en los momentos de dificultad. Es entonces cuando me invade un sentimiento de desconfianza que aún persiste; cuando percibo el pesaroso silencio de Dios y de los hombres.
Sé que para algunas de las personas con las que comparto la experiencia victimal, ésta les ha reafirmado en su fe. Veo en ellos el reflejo del judío Yósel Rákover y podrían ser de ellos las palabras con las que éste apela a Dios: «Tú haces todo lo posible para que yo no crea en Ti … De nada Te valdrá. Por más que me ofendas, por más que me fustigues, por más que me despojes de lo más preciado y de lo más sublime que tengo en la tierra … siempre creeré en Ti». Yo, en cambio, carezco de esa certidumbre y constato que Dios se ha retirado de la Historia, que su silencio es insondable y que, entre nosotros, se ha abierto un abismo.
No sólo Dios guarda silencio. También lo hacen los hombres, sobre todo cuando miran deliberadamente a alguna otra parte para no afrontar la radical reclamación de justicia que, día tras día, presentamos los que hemos sido víctimas del terrorismo. Una demanda que es penal, pero también política, pues a los que nosotros quisimos no los mataron por haber soportado una culpa. Más bien sus asesinos buscaron en ellos su inocencia con objeto de amedrentar a toda la sociedad y de imponer su voluntad sobre las ruinas del miedo. Ellos fueron víctimas políticas y nuestra exigencia es también política: sólo cuando los que justifican, participan o ayudan a las organizaciones terroristas, los que comparten su ideología totalitaria o se aprovechan de su violencia, se vean apartados de la sociedad, sólo entonces se habrá alcanzado la justicia.
El de los hombres es un silencio interesado. Extiende su manto hasta los rincones más insospechados y muchas veces resulta tan doloroso como el propio atentado. He percibido ese silencio en algunos jerarcas de la Iglesia, principalmente en el País Vasco, pero también fuera de él, para quienes la angustia, la pena o la atribulación son sólo abstracciones y no sentimientos atormentados de personas como yo, de carne y hueso. También en ciertos políticos, incluso los que se decían amigos, para los que nada, ni la vida humana, vale tanto como el poder. Políticos que, en su momento, se acercaron a mí, seguramente para ver que rédito podían sacarme, y que luego me ignoraron, cuando no acabaron ofendiéndome o pagando voceros para insultarme.
Silencio ha sido también el de los amigos perdidos o el de los familiares alejados, incapaces de percibir que las diferencias ideológicas, incluso las partidarias, no tienen por qué anular el afecto. Es éste el silencio para mí más desgarrador, pues contrasta con lo que, desde la infancia, aprendí de la familia de mi padre. Una familia muy extensa, en la que, entre los diez y seis hermanos que poblaban la casa de mi abuelo Ricardo, coexistían importantes diferencias políticas. En la coyuntura de los años treinta, ello dio lugar a las más variadas opciones: unos combatieron en el bando vencedor de la Guerra Civil y otros en el derrotado. Unos conocieron la victoria y otros el destierro o la prisión; pero nada de esta diversidad tan radical hizo mella en su cariño y respeto mutuo. En la carta que, en conmemoración de la muerte de su padre, desde el destierro al que fue condenado, enviaba el 21 de febrero de 1946 mí tío Antonio a su madre y hermanos, se expresa esta lección tan admirable. Refiriéndose a aquél, a mi abuelo, dice: «De conversación agradable, no perdía ocasión para enaltecer a su familia…; dando con ello ejemplo a todo el mundo de cómo deben ser las relaciones familiares.., y la prueba es que todos nosotros, a pesar de ser tantos, habremos podido discrepar en cuanto a nuestras ideas políticas…, pero jamás esta diferencia ha servido para alejarnos unos a otros, ya que anteponemos el concepto de hermandad a los demás sentimientos».
Lamento este silencio. Lamento que, después de tantos años, de tanto sacrificio, no hayamos aprendido nada. Y resuenan en mi cerebro las palabras de Yahvé a Abraham: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre …»