David Gistau
El Mundo, 16.06.2009
EL ENCUENTRO de 'El Follonero' y Otegi sentados sobre los peldaños de una escalera poco tuvo que ver con el de los Panteras Negras y Leonard Bernstein en un lujoso ático de Manhattan. Para Tom Wolfe, que elogió los canapés servidos por Bernstein y la cortesía de índice tieso con que discurrió el descubrimiento mutuo de dos ambientes sociales antagónicos, los Panteras eran unos malotes de atrezo con los cuales era fácil e inofensivo para los marxistas rococó rebajar el complejo de culpa burgués y dejarse arrastrar por la fascinación intelectual ante una violencia sin cadáveres. Algo semejante a lo que nuestros turistas de la utopía siempre buscaron en la selva Lacandona, entre poemas, cananas decorativas y escopetas de corcho.
Mayor es la dificultad moral que representa Otegi, símbolo y ariete político de una violencia con estela de cadáveres por quien El Follonero, sin renunciar al colegueo, se dejó impartir lecciones de política civilizada y sobre cómo instruir al pueblo español en cultura democrática. El simpático reportero, que no en vano había ido a hacer humor y a ser guay, en ningún momento cometió con su invitado la insolencia de preguntar a partir de cuántos tiros en la nuca puede darse por asimilada la lección de cultura democrática. O qué dosis es necesaria de extorsiones y secuestros como aquellos en los que el propio Otegi participó cuando aún era un terrorista alborotado sin posibilidad alguna de pasar por hombre de paz ni de protagonizar divertimentos tan superficiales que ni siquiera reparan en las honduras de un dolor mucho más definitivo y cierto que cualquier fascinación intelectual.
A El Follonero se le sienta al lado Otegi y su principal preocupación es averiguar si España podría contar en Eurovisión con los 12 puntos ofrecidos por un País Vasco independiente. Muy graciosa la pregunta, e igual de útil para evitarse problemas que la partida de tute no interrumpida de Azpeitia. Es probable que El Follonero jamás hubiera dado semejante tratamiento a Otegi si no fuera porque la humanización del etarra es una herencia de la pasada legislatura de la cual los afines a la oficialidad no están del todo desprogramados. Pero lo más encantador fue asistir a los escrúpulos de El Follonero cuando se preguntaba si renunciar a coleguear con Otegi sería autocensura. Hasta la democracia más abierta debe identificar a sus enemigos, los que matan a su gente ya sea en la teoría o en la práctica, y decidir sin remilgos que hay cosas que no se hacen con ellos por respeto a tanta sangre derramada. Por ejemplo, chistes.
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