Isabel San Sebastián
El Mundo, 20.06.2009
ESTO NO ES UNA columna sino un grito de rabia. La expresión de un hartazgo amargo imposible de encauzar a través del intelecto. Un estallido de impotencia.
He perdido la cuenta de las palabras gastadas en la condena estéril de los asesinos de Eduardo Puelles. Son tantos lustros reviviendo las mismas escenas de dolor incrédulo, tantas ruedas de prensa oyendo promesas huecas, tantas fuerzas perdidas en cargar con una roca que alguien se encarga siempre de hacer rodar montaña abajo� que me he quedado sin fe. Ganaremos algún día, sí. O no. Pero ¿a qué precio? ¿Cuántos hijos tendrán que despedir a un padre calcinado entre los hierros de un coche bomba? ¿Cuántas mujeres escucharán con horror desde el balcón el estruendo que las convierte en viudas? ¿Cuántos falsarios acudirán a funerales que habrían podido evitar?
Ayer, mientras me enteraba por la radio de este nuevo crimen etarra, estaba leyendo en las páginas de este periódico la dimisión de la cúpula antiterrorista del CNI por «desavenencias con la jefatura»; esa «jefatura» tan aficionada a pescar peces espada en aguas exóticas con cargo al contribuyente. Y sentí nauseas.
La víspera había estado comentando con varios colegas la noticia lanzada a través de la televisión por dos ertzainas encapuchados, que tanto escándalo ha causado en la opinión pública. Esto es, la denuncia formulada por esos agentes de que con el gobierno del PNV en el País Vasco no se les dejaba trabajar en la lucha contra ETA. Y sentí ira. Ira, sí, porque hace ya nueve años, en septiembre de 2000, salió publicado un libro titulado El Árbol y las Nueces, en cuya página 165 y bajo el epígrafe «La Ertzaintza, policía de partido», se detalla el modo en que dicho ejecutivo autonómico estuvo boicoteando sistemáticamente la labor de sus fuerzas de seguridad en la persecución del terrorismo. Y nadie hizo nada. Ni la clase política, ni la Judicatura. Nadie movió un dedo para investigar ese fraude formidable a la democracia, a la legalidad y a la ciudadanía. Nadie se atrevió a mirar a la verdad a la cara. Prefirieron sentarse con los terroristas y otorgarles la condición de interlocutores respetables en un imaginario proceso de paz que nunca existió.
Y es que resulta más grato. Es mucho más agradable, a la par que seguro, perseguir a Otegi de buen rollito para demostrar que en el fondo no es mal tío, que jugarse el tipo denunciando, para nada, los trapos sucios de quienes le dan las órdenes. Descansa en paz, querido Eduardo. Por ti, sólo por ti, por tu viuda, por tus huérfanos y por tus compañeros, seguiremos intentándolo.
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