Ernest Lluch
El Correo. 19 de septiembre de 2000
Revista Espéculo. nº 16. Noviembre 2000-febrero 2001
La primera acción de ETA con resultado de muerte ha sido siempre considerada como significativa puesto que se ha intentado que posea un significado político, una liturgia y una épica trascendentes. Si preguntamos sobre cuál fue la primera, unos nos contestarán que el disparo de Txabi Etxebarrieta, a quien conocí como un activo estudiante de Económicas, contra el guardia civil Pardines, lo que sucedió el 7 de junio de 1968. Una muerte que fue correspondida con la de su protagonista.
Otros afirmarán que fue el asesinato del policía político Melitón Manzanas, de una casta que me vi forzado a conocer, por los mismos meses. Ambos casos pueden tener cierto significado, liturgia o épica para quien no tenga las ideas claras de que cualquier muerte es condenable.
Sin embargo, la primera muerte real no tuvo ningún «heroísmo». Concretarlo y demostrarlo sacará épica a los que defienden actualmente a la organización violenta y dejará responsabilidades a quienes en los años sesenta y setenta pertenecieron a ella y ahora dan lecciones al mismo tiempo que dan la impresión de que «pasaban por ahí» y que lo peor aconteció, precisamente, al día siguiente de que se dieran de baja. Cierto es que desde el mismo momento inicial, el día de San Ignacio de 1959, todos los estudiosos indican que la sexta rama de ETA tenía como responsabilidad emprender «acciones militares».
Uno de ellos, Francisco Letamendia, añade «aunque su actividad en los primeros años es bastante parca». Ser parca no es ser nula por lo que deja el rastro de que algo pasó inmediatamente. El texto anónimo De Santoña, 1937, a Burgos, 1970, que se considera autoridad sobre la primera etapa violenta de ETA, no da prácticamente pista alguna aunque afirma que desde el mismo 1960, retengan la fecha, «miembros destacados de la primera ETA pasaron a residir permanentemente en Euskadi Norte». 1961 con un descarrilamiento de ferrocarril, anótese el medio de transporte, es la fecha que se hace explícita del inicio de acciones violentas.
Distintas publicaciones indican vagamente que la primera acción violenta fue ya en 1960 con resultado de muerte, según me confirma Gurutz Jáuregui. Sin embargo, hasta 1992 no hay quien dando pelos y bastantes señales haya precisado que el primer muerto por ETA pudo ser en 1960.
Me refiero al severo estudio introductorio a La ética para la paz. Los obispos del País Vasco 1968-1992 realizado por el vicario general, antes y ahora, de la Diócesis de San Sebastián. En la página 20 de las 352 de la introducción expresa con bastante claridad lo que hasta el momento se había escrito en términos muy imprecisos: «en realidad, parece ser que la primera víctima de una acción terrorista de ETA fue la niña de 22 meses Begoña Urroz Ibarrola, muerta el día 27 de junio de 1960, al hacer explosión un artefacto colocado en la estación de Amara (San Sebastián)».
Empecemos a comprobar lo que escribió el mosén. El Diario Vasco del 28 de junio indica que a las 19:10 horas del día anterior explotó una bomba que afectó a María Begoña Urrosi (sic) Ibarrola, de 18 meses, que vivía en la calle (la omito) de Lasarte, causándole «quemaduras en ambas piernas y brazos, heridas contusas en pierna y pie izquierdos y quemaduras en la cara», ingresando en estado grave en la clínica Perpetuo Socorro. Al día siguiente informa de su muerte a primeras horas de la noche anterior, cuando ya había sido, ahora sabemos, trasladada a su casa. La familia confirma que el bebé se llamaba Urroz y que tenía 22 meses contra lo que dicen los tres periódicos locales.
El único punto en el que el mosén no es exacto es en que murió el día 28 y no el 27. La dirección es coincidente, por balconada, con la real. Las otras cinco víctimas sanaron, lo que no le fue posible a Begoña, abrasada por unas llamas de las que la arrebató un mozo de estación.
El Diario Vasco dio cuenta fotográfica y escrita del entierro. Unidad y La Voz de España, del funeral. ¿Fue ETA? El Ministerio de la Gobernación lo atribuyó a un genérico «separatistas y comunistas». El falangista donostiarra Unidad sugería que era consecuencia de una reunión habida en París entre el Partido Comunista de Francia y de España. Quien conociera al Santiago Carrillo de entonces sabe que es metafísicamente imposible.
Consultada la biblioteca de los benedictinos de Lazkao podemos añadir, según recoge la Oficina Prensa Euzkadi del Gobierno vasco en el exilio, que la agencia United Press International lo atribuyó al Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación. Esta era una organización de existencia confusa por lo que la OPE comenta en su nº 3.189 de 1 de julio de 1960 que es «difícil pronunciarse sobre su autenticidad». La publicación del PNV Euzko Deya titula al acto de «estupidez criminal».
Lo cierto es que explotaron al mismo tiempo diversas bombas en estaciones de tren con un solo resultado de muerte que seguramente no se buscaba, pero quien juega con fuego, y nunca peor dicho, quema aunque no se queme.
No hemos encontrado ni en Lazkao ni en publicaciones que ETA se atribuyera la colocación de bombas en 1960. El esperable resultado de una muerte especialmente repugnante debió conducir a una discreción absoluta.
La fuente en que se basó el vicario general Pagola era impecable y a partir de ella he podido obtener informaciones comprobatorias y adicionales. La familia recibió versión oficial de la autoría de ETA y en su entorno vecinal no hay duda de ello. Los detalles son estremecedores y absolutamente previsibles para quien utiliza material incendiario. Una muerte terrible.
A la madre de Begoña, que vive, quisiera extenderle toda la ternura desde el 28 de junio de 1960 hasta el final. A sus asesinos, que el remordimiento les devaste. Indigno inicio en el pecado original de ETA.
En viernes y en el supermercado
Mikel Azurmendi
ABC. 19 de junio de 2007
¿Quién va en viernes a llenar el carro de la compra en el supermercado de la gran ciudad? Van familias de trabajadores, mujeres sobre todo, madres con su hija, también van hermana y hermano. ¿En qué piensa un terrorista vasco cuando coloca una bomba en viernes para que estalle el supermercado? Ese terrorista patea la zona, fuma cigarrillos distendido para estudiar a la gente y la escucha hablar y, si la maldice, porque todos hablan español, entonces piensa que son unos putos españoles y que se merecen una bomba. Y la prepara y la coloca. ¿Qué siente un terrorista vasco cuando su bomba asesina a 21 personas y deja a otras 45 gravemente heridas en un supermercado en viernes? Siente una gran alegría, como nos han informado expertos asesinos, como De Juana.
Los asesinados de ese día en un supermercado de Barcelona se llamaban Carmen, Rafael, Teresa, Jorge, Silvia, María Carmen, Susana, Sonia, Luis Enrique, Maria Emilia, Milagros, Matilde, Mercedes, José, Luisa, Felipe, Consuelo, Mercedes, María Rosa, Bárbara, Maria Paz y Javier. Apenas un solo nombre catalán. Estas personas tampoco llevaron apellidos catalanes mientras vivieron. Eran de Murcia y de Andalucía, apellidados Pascual, Carrillo, Morales, Ocaña, Daza, Vicente, Manzanares, Cabrerizo, Mármol, Salto, Viñuelas, Diéguez, Amez, Franco, Martínez, Domínguez, Valero, Caparrós, o Moreno. Pero ahora son cadáveres y ya no necesitan ser llamados. ETA lo determinó así para que a los vascos nacionalistas les dejaran autodeterminarse.
Lo dejó claro un terrorista que mataba en esa época de Hipercor pero que en 1996 vivía tranquilo en su casa, cuando le aseguraba a una antropóloga vasca que hacía la tesis doctoral en mi universidad: «Sí, lo triste de este mundo es que haya que matar, eso es lo triste, que haya que matar para que la gente se dé cuenta de que hay que resolver un problema. Joder, mañana me apunto yo a una autodeterminación de forma pacífica; tú me vas a respetar... maravilloso, todos contentos. Pero si tú no me garantizas eso ¿qué voy a hacer yo? Es una guerra. Al fin y al cabo el estado de vivir en guerra es un estado que se te impone, tú no lo eliges, a ti se te impone una situación...».
Ocho años antes de esa bomba en Hipercor, ETA voló el hotel Corona de Aragón, en Zaragoza: 78 asesinados. Y cinco años antes ETA había volado una cafetería madrileña asesinando a 12 personas. Durante estas últimas fiestas de Navidad, ETA voló la T-4 de Barajas, asesinando a dos inmigrantes que esperaban en sus coches. Pese a estos crueles atentados, la seña de identidad del terrorismo vasco es que apenas ha asesinado como el resto de los terrorismos. Su estilo ha sido más bien el tiro en la nuca, a ser posible con la víctima de espaldas o de rodillas. Y la víctima ha sido minuciosamente seleccionada Primero entre los defensores del orden público y la legalidad, y luego entre los que más combatían a ETA: dirigentes políticos, magistrados, periodistas, profesores, empleados de prisiones, de teléfonos o de cualquier ámbito que entorpeciera la actividad terrorista. El objetivo fijado por el terrorismo vasco ha sido siempre intimidar y aterrorizar a la ciudadanía descabezándole sus líderes, sus defensores y sus pensadores hasta que España se canse y le haga las concesiones políticas que demanda.
El único terrorismo europeo sobrevive en nuestro país, pertenece a los nacionalistas vascos y todavía ningún partido nacionalista vasco ha desvinculado sus propios objetivos de los fundamentos de ETA. Hasta el PNV comparte sus fines con ETA y asegura que los crímenes del terrorismo reflejan el contencioso entre los vascos y España. Ese nacionalismo vasco jamás ha condenado el nexo entre asesinato y objetivo político, jamás ha llamado verdugo a ETA y siempre ha llamado víctimas a los terroristas muertos a causa de su propia bomba o al atacar a las fuerzas del orden. Los socialistas han terminado amando más a los nacionalistas de cualquier pelaje que a los que no lo somos y han suscrito que a los terroristas les asisten razones políticas. Nosotros seguiremos sosteniendo que las víctimas fueron inocentes y que exigen una justicia política: la persecución política de los objetivos por los que se asesinó.
ABC. 19 de junio de 2007
¿Quién va en viernes a llenar el carro de la compra en el supermercado de la gran ciudad? Van familias de trabajadores, mujeres sobre todo, madres con su hija, también van hermana y hermano. ¿En qué piensa un terrorista vasco cuando coloca una bomba en viernes para que estalle el supermercado? Ese terrorista patea la zona, fuma cigarrillos distendido para estudiar a la gente y la escucha hablar y, si la maldice, porque todos hablan español, entonces piensa que son unos putos españoles y que se merecen una bomba. Y la prepara y la coloca. ¿Qué siente un terrorista vasco cuando su bomba asesina a 21 personas y deja a otras 45 gravemente heridas en un supermercado en viernes? Siente una gran alegría, como nos han informado expertos asesinos, como De Juana.
Los asesinados de ese día en un supermercado de Barcelona se llamaban Carmen, Rafael, Teresa, Jorge, Silvia, María Carmen, Susana, Sonia, Luis Enrique, Maria Emilia, Milagros, Matilde, Mercedes, José, Luisa, Felipe, Consuelo, Mercedes, María Rosa, Bárbara, Maria Paz y Javier. Apenas un solo nombre catalán. Estas personas tampoco llevaron apellidos catalanes mientras vivieron. Eran de Murcia y de Andalucía, apellidados Pascual, Carrillo, Morales, Ocaña, Daza, Vicente, Manzanares, Cabrerizo, Mármol, Salto, Viñuelas, Diéguez, Amez, Franco, Martínez, Domínguez, Valero, Caparrós, o Moreno. Pero ahora son cadáveres y ya no necesitan ser llamados. ETA lo determinó así para que a los vascos nacionalistas les dejaran autodeterminarse.
Lo dejó claro un terrorista que mataba en esa época de Hipercor pero que en 1996 vivía tranquilo en su casa, cuando le aseguraba a una antropóloga vasca que hacía la tesis doctoral en mi universidad: «Sí, lo triste de este mundo es que haya que matar, eso es lo triste, que haya que matar para que la gente se dé cuenta de que hay que resolver un problema. Joder, mañana me apunto yo a una autodeterminación de forma pacífica; tú me vas a respetar... maravilloso, todos contentos. Pero si tú no me garantizas eso ¿qué voy a hacer yo? Es una guerra. Al fin y al cabo el estado de vivir en guerra es un estado que se te impone, tú no lo eliges, a ti se te impone una situación...».
Ocho años antes de esa bomba en Hipercor, ETA voló el hotel Corona de Aragón, en Zaragoza: 78 asesinados. Y cinco años antes ETA había volado una cafetería madrileña asesinando a 12 personas. Durante estas últimas fiestas de Navidad, ETA voló la T-4 de Barajas, asesinando a dos inmigrantes que esperaban en sus coches. Pese a estos crueles atentados, la seña de identidad del terrorismo vasco es que apenas ha asesinado como el resto de los terrorismos. Su estilo ha sido más bien el tiro en la nuca, a ser posible con la víctima de espaldas o de rodillas. Y la víctima ha sido minuciosamente seleccionada Primero entre los defensores del orden público y la legalidad, y luego entre los que más combatían a ETA: dirigentes políticos, magistrados, periodistas, profesores, empleados de prisiones, de teléfonos o de cualquier ámbito que entorpeciera la actividad terrorista. El objetivo fijado por el terrorismo vasco ha sido siempre intimidar y aterrorizar a la ciudadanía descabezándole sus líderes, sus defensores y sus pensadores hasta que España se canse y le haga las concesiones políticas que demanda.
El único terrorismo europeo sobrevive en nuestro país, pertenece a los nacionalistas vascos y todavía ningún partido nacionalista vasco ha desvinculado sus propios objetivos de los fundamentos de ETA. Hasta el PNV comparte sus fines con ETA y asegura que los crímenes del terrorismo reflejan el contencioso entre los vascos y España. Ese nacionalismo vasco jamás ha condenado el nexo entre asesinato y objetivo político, jamás ha llamado verdugo a ETA y siempre ha llamado víctimas a los terroristas muertos a causa de su propia bomba o al atacar a las fuerzas del orden. Los socialistas han terminado amando más a los nacionalistas de cualquier pelaje que a los que no lo somos y han suscrito que a los terroristas les asisten razones políticas. Nosotros seguiremos sosteniendo que las víctimas fueron inocentes y que exigen una justicia política: la persecución política de los objetivos por los que se asesinó.
La chapuza como técnica asesina
Sergio Campos
BastaYa.org. 19 de junio de 2007
Eta asesinó a dos personas en diciembre, lo que significó la ruptura de eso que llamaron “alto el fuego permanente” y que tantas disquisiciones lingüístico-políticas provocó en su día, especialmente con el análisis del adverbio. Curioso país: aquí hasta el más tonto es lingüista. Más tarde sus esbirros callejeros asesinaron a otra persona en Mondragón. Y no han sido estas tres muertes sino un comunicado etarra lo que ha llevado a los responsables del gobierno a elevar sus ojos acuosos al cielo y maldecir la ruptura del llamado por Rubalcaba “llamado proceso de paz”. Ante este peculiar comportamiento, uno puede sospechar que los asesinos han sacado una conclusión tan obvia como terrible: matar sale gratis.
Así parece si tenemos en cuenta que ya se da por hecho un nuevo atentado. Leemos en la prensa, además, que va a ser espectacular. Repugna el aspecto circense del asunto. Esta resignación morbosa, semejante a la que el espectador de una película siente cuando el protagonista las pasa canutas (al fin y al cabo se trata de una ficción, pensará), tiene un aspecto tenebroso. Recordemos que tras el atentado de la T4 y el asesinato de Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio todavía había reticencias a la hora de dar por terminado este capítulo triste y grotesco de la política antiterrorista en España. Y parte de esa reticencia se debió a lo siguiente: eta no había querido matarles. Como tampoco los proetarras callejeros quisieron matar por asfixia a Ambrosio Fernández en Mondragón.
Los asesinados, pues, tenían menos importancia que la estrategia. O mejor, que las estrategias (la etarra y la del gobierno).
El visionario presidente Zapatero acertó: no se descartan accidentes, vino a decir varias veces. Y lo de la T4 no fue tanto un asesinato como un accidente. Conviene recordar que los accidentes provocados por los etarras no son errores aislados que los asesinos puedan lamentar con más o menos credibilidad. Los etarras no son guerrilleros eficaces ni asesinos intrépidos y técnicamente perfectos. No. Son asesinos sucios, degenerados y muchísimas veces terriblemente chapuceros. No podemos ofrecerles nuestra resignación y no podemos permitirles que matar les salga gratis.
Respecto al carácter chapucero de las acciones terroristas de eta, permítanme rescatarles sólo una de ellas. Una de tantas. Ocurrió en Bilbao en los años 80 y la escribí en mayo del año pasado, después de una visita a la ciudad.
Aquí se vive muy bien
No es difícil pegar la hebra en cualquier lado. Lo mismo en el metro que en la pensión. El portero de la mía, que está en el casco viejo, me cuenta la historia de un gallego que trabajaba en Baracaldo. Acabó marchándose a Barcelona porque “no aguantaba el ambiente”, según señala con un gesto displicente. Un tiempo después lo vio, no sé si en Galicia, o en Cataluña, y le dijo que tenía que volver a Bilbao de visita, que no se podía imaginar cómo había cambiado la ciudad. El gallego, con cierta reticencia, volvió para quedarse tres días. Le fascinó tanto la ciudad que terminó quedándose una semana. “Es que aquí se vive muy bien”, termina diciéndome el portero. El señor que nos acompaña, muy mayor, asiente ante esta frase terminante. Con voz algo campanuda, producto no tanto del bilbainismo atroz como de su edad, pasa a hablar de aquellos tiempos en que las cuadrillas llenaban los bares cuando se iban de potes. Aquí se vive muy bien. No es la primera vez que oigo esa frase. Y no me refiero a la que le espetó Ibarretxe al hijo de José Ramón Recalde cuando fue a hacerse la foto al hospital donde éste permanecía ingresado tras haber sido tiroteado por un etarra. En Apología de Bilbao (texto también recogido en la bellísima edición de Vaga memoria de cien años) dice Rafael Sánchez Mazas: “El tema, el lema de Bilbao, como dice un documento antiguo, era ‘los que quieren bien vivir”, o sea, el ‘honeste vivere’ latino, que con el ‘alterum non laedere’ y el ‘suum cuique tribuere’, forman la doctrina del hombre civil en el estado justo”. Pero la conversación alcanza ese momento delirante en el que tres personas intercambian frases sobre tres temas distintos sin que se ocupe uno del asunto del otro, así que salgo a la calle.
Calle de María Muñoz. A la izquierda, pasada la calle Solokoetxe y unos metros más allá, está la calle Fica. Actualmente es uno de los reductos del botellón en Bilbao, que pretende ser erradicado por el Ayuntamiento. Toda esta zona está tomada por eso que Patxo Unzueta llamaba “ese sector alegre y combativo de nuestra rebelde juventud actual: tan alegre como un funeral, tan rebelde como un rebaño”. El día 12 de septiembre de 1981, Luis Reina Mesonero, pescadero de 61 años de edad, llegó a las puertas de su domicilio unos veinte minutos antes de las nueve de la noche. El número 32 de la calle Fica. Subió los nueve escalones que le separaban de su buzón y cogió un paquete que estaba remitido a su nombre. Algunos meses antes Luis Reina había sufrido una embolia que le había afectado el oído y la vista. Por este motivo, se acercó el paquete a la cara. El paquete explotó y le destrozó el cráneo y parte del tórax. Fueron unos 150 o 200 gramos de explosivo. La explosión causó algunos destrozos en el portal. El ruido hizo que algunos vecinos se acercaran. Entre ellos estaba su hijo, de 25 años. Más tarde, y todavía con el cadáver de Luis Reina presente, dos hermanas del asesinado, ya mayores, se sentaron en un comercio cercano sin poder decir palabra. A la mujer de Luis Reina, paralítica, con quien estaba casado desde hacía unos veinte años, no le dijeron nada hasta pasado un tiempo. En ese momento el Ministerio del Interior desconocía los motivos que habían podido tener los asesinos para matar a Luis Reina Mesonero, pescadero de 61 años de edad, con un paquete bomba remitido a su nombre.
Pocas horas después de haberse conocido el asesinato, Jon Idígoras, dirigente de HB, confirmó que Luis Reina Mesonero era simpatizante de la coalición abertzale y que el partido colaboraría en la preparación del funeral. Daba a entender que había sido asesinado por algún grupo de ultraderecha, como ya había ocurrido en algún otro caso. La familia se apresuró a desmentir lo dicho por Idígoras. Miembros de HB se reunieron con los familiares, y poco después anunciaron que Luis Reina Mesonero nada tenía que ver con ellos. No había lugar a victimismo alguno.
El 23 de septiembre de 1989, eta confiesa haber matado a Luis Reina por “una equivocación y error irreparables”. En el mismo comunicado dice hacer “la más seria y sincera autocrítica”. Eta atribuye su confusión al hecho de que Luis Reina tenía el mismo nombre que un policía. La Jefatura Superior de Bilbao negó que hubiese ningún policía con ese nombre.
José María Calleja, en La diáspora vasca, cuenta lo ocurrido al otro lado de este suceso. Luis Reina era propietario de un concesionario de vehículos en Bilbao. Policías y responsables del gobierno civil de Vizcaya compraban allí, y eta se enteró. Amenazó a Luis Reina, que hizo lo posible para que eta no le asesinara. Habló primero con Txomin Ziluaga, “gran dirigente de Herri Batasuna”, que le prometió “tratar su caso para que no le pasara nada, consciente de que este hombre no merecía un atentado”. También acudió Luis Reina a Txema Montero, abogado de HB, que le garantizó que no le pasaría nada. Luis Reina se entrevistó también con Jone Goirizelaia, abogada de HB, que le espetó que si “la organización” le había amenazado, era porque algo habría hecho.
Un tiempo después, Luis Reina moría asesinado. Luis Reina Mesonero. Los guerrilleros intrépidos, esos que aparecen en los periódicos de los años setenta y ochenta como protagonistas de una película policíaca, audaces, inteligentes, fríos y eficaces como máquinas de acero, consultaron las páginas amarillas para localizar a la persona que habían de matar. Y erraron.
Luis Reina, propietario del concesionario, huyó del País Vasco. A Luis Reina Mesonero, pescadero, le reventaron la cabeza y el tórax. Creo que todavía vive una de las hermanas mayores, una de esas ancianas que se sentaron sin poder articular palabra el día del asesinato. El hijo vive en la misma calle Fica. ¿En el mismo inmueble donde asesinaron a su padre? Hay un puesto de pescados en el Mercado de la Ribera a nombre de la mujer paralítica de Luis Reina Mesonero.
BastaYa.org. 19 de junio de 2007
Eta asesinó a dos personas en diciembre, lo que significó la ruptura de eso que llamaron “alto el fuego permanente” y que tantas disquisiciones lingüístico-políticas provocó en su día, especialmente con el análisis del adverbio. Curioso país: aquí hasta el más tonto es lingüista. Más tarde sus esbirros callejeros asesinaron a otra persona en Mondragón. Y no han sido estas tres muertes sino un comunicado etarra lo que ha llevado a los responsables del gobierno a elevar sus ojos acuosos al cielo y maldecir la ruptura del llamado por Rubalcaba “llamado proceso de paz”. Ante este peculiar comportamiento, uno puede sospechar que los asesinos han sacado una conclusión tan obvia como terrible: matar sale gratis.
Así parece si tenemos en cuenta que ya se da por hecho un nuevo atentado. Leemos en la prensa, además, que va a ser espectacular. Repugna el aspecto circense del asunto. Esta resignación morbosa, semejante a la que el espectador de una película siente cuando el protagonista las pasa canutas (al fin y al cabo se trata de una ficción, pensará), tiene un aspecto tenebroso. Recordemos que tras el atentado de la T4 y el asesinato de Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio todavía había reticencias a la hora de dar por terminado este capítulo triste y grotesco de la política antiterrorista en España. Y parte de esa reticencia se debió a lo siguiente: eta no había querido matarles. Como tampoco los proetarras callejeros quisieron matar por asfixia a Ambrosio Fernández en Mondragón.
Los asesinados, pues, tenían menos importancia que la estrategia. O mejor, que las estrategias (la etarra y la del gobierno).
El visionario presidente Zapatero acertó: no se descartan accidentes, vino a decir varias veces. Y lo de la T4 no fue tanto un asesinato como un accidente. Conviene recordar que los accidentes provocados por los etarras no son errores aislados que los asesinos puedan lamentar con más o menos credibilidad. Los etarras no son guerrilleros eficaces ni asesinos intrépidos y técnicamente perfectos. No. Son asesinos sucios, degenerados y muchísimas veces terriblemente chapuceros. No podemos ofrecerles nuestra resignación y no podemos permitirles que matar les salga gratis.
Respecto al carácter chapucero de las acciones terroristas de eta, permítanme rescatarles sólo una de ellas. Una de tantas. Ocurrió en Bilbao en los años 80 y la escribí en mayo del año pasado, después de una visita a la ciudad.
Aquí se vive muy bien
No es difícil pegar la hebra en cualquier lado. Lo mismo en el metro que en la pensión. El portero de la mía, que está en el casco viejo, me cuenta la historia de un gallego que trabajaba en Baracaldo. Acabó marchándose a Barcelona porque “no aguantaba el ambiente”, según señala con un gesto displicente. Un tiempo después lo vio, no sé si en Galicia, o en Cataluña, y le dijo que tenía que volver a Bilbao de visita, que no se podía imaginar cómo había cambiado la ciudad. El gallego, con cierta reticencia, volvió para quedarse tres días. Le fascinó tanto la ciudad que terminó quedándose una semana. “Es que aquí se vive muy bien”, termina diciéndome el portero. El señor que nos acompaña, muy mayor, asiente ante esta frase terminante. Con voz algo campanuda, producto no tanto del bilbainismo atroz como de su edad, pasa a hablar de aquellos tiempos en que las cuadrillas llenaban los bares cuando se iban de potes. Aquí se vive muy bien. No es la primera vez que oigo esa frase. Y no me refiero a la que le espetó Ibarretxe al hijo de José Ramón Recalde cuando fue a hacerse la foto al hospital donde éste permanecía ingresado tras haber sido tiroteado por un etarra. En Apología de Bilbao (texto también recogido en la bellísima edición de Vaga memoria de cien años) dice Rafael Sánchez Mazas: “El tema, el lema de Bilbao, como dice un documento antiguo, era ‘los que quieren bien vivir”, o sea, el ‘honeste vivere’ latino, que con el ‘alterum non laedere’ y el ‘suum cuique tribuere’, forman la doctrina del hombre civil en el estado justo”. Pero la conversación alcanza ese momento delirante en el que tres personas intercambian frases sobre tres temas distintos sin que se ocupe uno del asunto del otro, así que salgo a la calle.
Calle de María Muñoz. A la izquierda, pasada la calle Solokoetxe y unos metros más allá, está la calle Fica. Actualmente es uno de los reductos del botellón en Bilbao, que pretende ser erradicado por el Ayuntamiento. Toda esta zona está tomada por eso que Patxo Unzueta llamaba “ese sector alegre y combativo de nuestra rebelde juventud actual: tan alegre como un funeral, tan rebelde como un rebaño”. El día 12 de septiembre de 1981, Luis Reina Mesonero, pescadero de 61 años de edad, llegó a las puertas de su domicilio unos veinte minutos antes de las nueve de la noche. El número 32 de la calle Fica. Subió los nueve escalones que le separaban de su buzón y cogió un paquete que estaba remitido a su nombre. Algunos meses antes Luis Reina había sufrido una embolia que le había afectado el oído y la vista. Por este motivo, se acercó el paquete a la cara. El paquete explotó y le destrozó el cráneo y parte del tórax. Fueron unos 150 o 200 gramos de explosivo. La explosión causó algunos destrozos en el portal. El ruido hizo que algunos vecinos se acercaran. Entre ellos estaba su hijo, de 25 años. Más tarde, y todavía con el cadáver de Luis Reina presente, dos hermanas del asesinado, ya mayores, se sentaron en un comercio cercano sin poder decir palabra. A la mujer de Luis Reina, paralítica, con quien estaba casado desde hacía unos veinte años, no le dijeron nada hasta pasado un tiempo. En ese momento el Ministerio del Interior desconocía los motivos que habían podido tener los asesinos para matar a Luis Reina Mesonero, pescadero de 61 años de edad, con un paquete bomba remitido a su nombre.
Pocas horas después de haberse conocido el asesinato, Jon Idígoras, dirigente de HB, confirmó que Luis Reina Mesonero era simpatizante de la coalición abertzale y que el partido colaboraría en la preparación del funeral. Daba a entender que había sido asesinado por algún grupo de ultraderecha, como ya había ocurrido en algún otro caso. La familia se apresuró a desmentir lo dicho por Idígoras. Miembros de HB se reunieron con los familiares, y poco después anunciaron que Luis Reina Mesonero nada tenía que ver con ellos. No había lugar a victimismo alguno.
El 23 de septiembre de 1989, eta confiesa haber matado a Luis Reina por “una equivocación y error irreparables”. En el mismo comunicado dice hacer “la más seria y sincera autocrítica”. Eta atribuye su confusión al hecho de que Luis Reina tenía el mismo nombre que un policía. La Jefatura Superior de Bilbao negó que hubiese ningún policía con ese nombre.
José María Calleja, en La diáspora vasca, cuenta lo ocurrido al otro lado de este suceso. Luis Reina era propietario de un concesionario de vehículos en Bilbao. Policías y responsables del gobierno civil de Vizcaya compraban allí, y eta se enteró. Amenazó a Luis Reina, que hizo lo posible para que eta no le asesinara. Habló primero con Txomin Ziluaga, “gran dirigente de Herri Batasuna”, que le prometió “tratar su caso para que no le pasara nada, consciente de que este hombre no merecía un atentado”. También acudió Luis Reina a Txema Montero, abogado de HB, que le garantizó que no le pasaría nada. Luis Reina se entrevistó también con Jone Goirizelaia, abogada de HB, que le espetó que si “la organización” le había amenazado, era porque algo habría hecho.
Un tiempo después, Luis Reina moría asesinado. Luis Reina Mesonero. Los guerrilleros intrépidos, esos que aparecen en los periódicos de los años setenta y ochenta como protagonistas de una película policíaca, audaces, inteligentes, fríos y eficaces como máquinas de acero, consultaron las páginas amarillas para localizar a la persona que habían de matar. Y erraron.
Luis Reina, propietario del concesionario, huyó del País Vasco. A Luis Reina Mesonero, pescadero, le reventaron la cabeza y el tórax. Creo que todavía vive una de las hermanas mayores, una de esas ancianas que se sentaron sin poder articular palabra el día del asesinato. El hijo vive en la misma calle Fica. ¿En el mismo inmueble donde asesinaron a su padre? Hay un puesto de pescados en el Mercado de la Ribera a nombre de la mujer paralítica de Luis Reina Mesonero.
Justicia, víctimas, propaganda y circunstancias
Maite Pagazaurtundua
El Correo. 8 de junio de 2007
Es más probable que quienes han perdido a un ser querido, asesinado por los terroristas, encaren su condición humana despojándose de las circunstancias -políticas tácticas hay que entender- y de la propaganda ambiental. Es más probable que sientan y se comporten como seres humanos, según la máxima de Albert Camus demandando justicia. Es probable que se resistan a componendas chapuceras que aspiren a disfrazar algún tipo de impunidad judicial o social. Ahora bien, un medio ambiente cegado para la verdad, bajo toneladas de propaganda partidista, puede provocarles un dolor moral inmenso que convierta su duelo cotidiano en una tortura.
La tragedia humana del 11-M no derivó en grandeza moral por parte de las fuerzas políticas en aquella comisión parlamentaria en la que sus señorías -con algunas honrosas excepciones- se tiraban los trastos a la cabeza, concernidos en sus cosas, y olvidando el terrible duelo que habían iniciado pocas semanas antes tantos familiares de asesinados, tantos heridos con secuelas gravísimas, con mutilaciones
Los nacionalistas vascos que durante muchos años confiaron en el diálogo -con los terroristas y sus representantes políticos- como la fórmula mágica para el fin del terrorismo consideraban con paternalismo a las víctimas. Ante su palabra pública, estimaban que no era necesario contestarles porque eran víctimas y el dolor les habría cegado el entendimiento, como si la condición de víctima anulase la posibilidad de tener atisbos siquiera de lucidez intelectual. Paradójicamente, ese falso argumento escondía la imposibilidad de los nacionalistas -y después de algunos dirigentes socialistas vascos- de despojarse de las circunstancias políticas tácticas, del pragmatismo ramplón más primario, y de encarar la necesidad de justicia que se alberga en el fondo de la condición humana. La necesidad de justicia que nos aleja de la venganza y de la respuesta violenta ante el poder de los terroristas. La necesidad de justicia que da orden y principios a una sociedad, incluyendo la reinserción y la generosidad hacia los penados bajo la condición del arrepentimiento, en primerísimo lugar.
Lo cierto es que hace menos de una semana muchas personas se comportaban de forma insensible ante quienes sentíamos horror por el previsible envío a su domicilio de un asesino múltiple con una nueva condena por amenazas que se negaba a cumplir. Incluso ahora que ETA ha comunicado lo que todos sabíamos, muchas personas pueden seguir contemplando a las víctimas como gentes llenas de odio, cuando dos generaciones de huérfanos no han sido educadas en la venganza, sino en el deseo de justicia, paz y libertad. Durante los últimos tiempos, las víctimas del terrorismo etarra han querido ser vistas por una parte de la opinión pública como un pequeño colectivo cuyas reivindicaciones serían privativas, en lugar de verlas como la realidad de una sociedad amenazada en su libertad política, en sus reglas de juego y en la dignidad y derechos más básicos, los de la vida y la libertad.
Me puedo equivocar y mucho, pero la sociedad vasca puede hacer las cosas más importantes para frenar la impunidad ambiental que existe en el País Vasco. La gente normal, la que nunca se mete en nada, es la única que tiene el poder de hacer ver a los miembros de Batasuna que viven en una burbuja conceptual, que su Euskal Herria no es la sociedad en la que quieren vivir los vascos y navarros. Y esa gente que no se mete en política, que intenta sacar a su familia adelante, es más poderosa que los gobiernos y los políticos porque, ante la multitud, como hace diez años cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco, los de ETA no podrán evitar sentir la realidad que se ocultan a sí mismos con una férrea disciplina mental y organizativa.
La gente puede hacer mucho negándose a dar como normal la amenaza de muerte expresa de algunos de sus vecinos y la amenaza aleatoria -aunque no lo piensen, es así- de sus seres más queridos, por el azar de un atentado cualquiera. El compromiso social pacífico y democrático, especialmente en los jóvenes, y la demanda neta y humana de justicia en el sentido que expresaba Camus podrían frenar el poder de los iluminados que confunden su noción de Euskal Herria con la realidad social, plural y moderna del País Vasco y Navarra. La petición de justicia, lo humano con mayúsculas, es nuestra gran fuerza a medio plazo, si la mayoría social, y sobre todo la juventud, se atreve a dar la cara. Algunos estamos muy heridos y no podemos hacerlo solos.
El Correo. 8 de junio de 2007
Es más probable que quienes han perdido a un ser querido, asesinado por los terroristas, encaren su condición humana despojándose de las circunstancias -políticas tácticas hay que entender- y de la propaganda ambiental. Es más probable que sientan y se comporten como seres humanos, según la máxima de Albert Camus demandando justicia. Es probable que se resistan a componendas chapuceras que aspiren a disfrazar algún tipo de impunidad judicial o social. Ahora bien, un medio ambiente cegado para la verdad, bajo toneladas de propaganda partidista, puede provocarles un dolor moral inmenso que convierta su duelo cotidiano en una tortura.
La tragedia humana del 11-M no derivó en grandeza moral por parte de las fuerzas políticas en aquella comisión parlamentaria en la que sus señorías -con algunas honrosas excepciones- se tiraban los trastos a la cabeza, concernidos en sus cosas, y olvidando el terrible duelo que habían iniciado pocas semanas antes tantos familiares de asesinados, tantos heridos con secuelas gravísimas, con mutilaciones
Los nacionalistas vascos que durante muchos años confiaron en el diálogo -con los terroristas y sus representantes políticos- como la fórmula mágica para el fin del terrorismo consideraban con paternalismo a las víctimas. Ante su palabra pública, estimaban que no era necesario contestarles porque eran víctimas y el dolor les habría cegado el entendimiento, como si la condición de víctima anulase la posibilidad de tener atisbos siquiera de lucidez intelectual. Paradójicamente, ese falso argumento escondía la imposibilidad de los nacionalistas -y después de algunos dirigentes socialistas vascos- de despojarse de las circunstancias políticas tácticas, del pragmatismo ramplón más primario, y de encarar la necesidad de justicia que se alberga en el fondo de la condición humana. La necesidad de justicia que nos aleja de la venganza y de la respuesta violenta ante el poder de los terroristas. La necesidad de justicia que da orden y principios a una sociedad, incluyendo la reinserción y la generosidad hacia los penados bajo la condición del arrepentimiento, en primerísimo lugar.
Lo cierto es que hace menos de una semana muchas personas se comportaban de forma insensible ante quienes sentíamos horror por el previsible envío a su domicilio de un asesino múltiple con una nueva condena por amenazas que se negaba a cumplir. Incluso ahora que ETA ha comunicado lo que todos sabíamos, muchas personas pueden seguir contemplando a las víctimas como gentes llenas de odio, cuando dos generaciones de huérfanos no han sido educadas en la venganza, sino en el deseo de justicia, paz y libertad. Durante los últimos tiempos, las víctimas del terrorismo etarra han querido ser vistas por una parte de la opinión pública como un pequeño colectivo cuyas reivindicaciones serían privativas, en lugar de verlas como la realidad de una sociedad amenazada en su libertad política, en sus reglas de juego y en la dignidad y derechos más básicos, los de la vida y la libertad.
Me puedo equivocar y mucho, pero la sociedad vasca puede hacer las cosas más importantes para frenar la impunidad ambiental que existe en el País Vasco. La gente normal, la que nunca se mete en nada, es la única que tiene el poder de hacer ver a los miembros de Batasuna que viven en una burbuja conceptual, que su Euskal Herria no es la sociedad en la que quieren vivir los vascos y navarros. Y esa gente que no se mete en política, que intenta sacar a su familia adelante, es más poderosa que los gobiernos y los políticos porque, ante la multitud, como hace diez años cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco, los de ETA no podrán evitar sentir la realidad que se ocultan a sí mismos con una férrea disciplina mental y organizativa.
La gente puede hacer mucho negándose a dar como normal la amenaza de muerte expresa de algunos de sus vecinos y la amenaza aleatoria -aunque no lo piensen, es así- de sus seres más queridos, por el azar de un atentado cualquiera. El compromiso social pacífico y democrático, especialmente en los jóvenes, y la demanda neta y humana de justicia en el sentido que expresaba Camus podrían frenar el poder de los iluminados que confunden su noción de Euskal Herria con la realidad social, plural y moderna del País Vasco y Navarra. La petición de justicia, lo humano con mayúsculas, es nuestra gran fuerza a medio plazo, si la mayoría social, y sobre todo la juventud, se atreve a dar la cara. Algunos estamos muy heridos y no podemos hacerlo solos.
La hora de los principios
María Caballero
Diario de Navarra. 6 de junio de 2007
Nunca hubiese imaginado que acabaría firmando un artículo como “hija de Tomás Caballero, asesinado por ETA”. A la vista del rumbo que han tomado los acontecimientos en las dos últimas semanas, creo que es lo mínimo que puedo hacer por mi padre. Se lo debo a él y a todas las demás víctimas de ETA.
Firmo mi artículo como hija de Tomás Caballero porque intuyo que estamos a punto de cruzar una frontera a la que nunca deberíamos habernos acercado. Hay quien asegura que ninguna muerte tiene sentido, pero yo estoy convencida de que sí podemos dar un sentido a la ausencia de los asesinados si logramos mantener vivo su recuerdo, si lo convertimos en un estímulo, si asumimos que tenemos contraída una deuda con los que murieron, si sentimos en primera persona la responsabilidad de la Historia. Las tumbas de los asesinados deben recordarnos siempre por dónde discurren los límites de la democracia, de la paz y la libertad.
¿Qué tiene que ver todo esto con la actual coyuntura política?, podría preguntarme alguien. Mucho. Bastante más de lo que a mí me gustaría. Parece obvio que las elecciones han abierto la posibilidad de una alternativa a UPN-CDN, tanto en el Gobierno de Navarra como en el Ayuntamiento de Pamplona. Pero el cambio que se pretende exige los votos de Nafarroa Bai y, en el segundo caso, los de ANV. Tanto Nafarroa Bai como ANV son formaciones nacionalistas y comparten un planteamiento esencialmente distinto al de casi todos los demás partidos. Para ellos es nuclear el hecho de considerarse distintos: cuando nosotros nos sentamos a la mesa para empezar a hablar, ellos irrumpen con sus reivindicaciones históricas. ¿De verdad el PSN tiene más en común con ellos que con UPN? ¿De verdad cree el PSN que los ciudadanos de Navarra hemos pedido que sea Nafarroa Bai quien organice la cultura o la educación de nuestros hijos durante los próximos cuatro años? ¿También los parlamentarios y los concejales socialistas se taparán la nariz —como ha anunciado que hará Mariné Pueyo— a la hora de votar?
He dirigido esta carta a los socialistas navarros: estoy convencida de que no todos estarán conformes con lo que parece que va a pasar. Me gustaría que al menos algunos detengan esta especie de carrera desenfrenada hacia no se sabe dónde, que trasciendan el mapa político que han dibujado las siglas, que piensen en la historia reciente, que se miren en el espejo de sus propias convicciones y que mediten el paso que su partido está a punto de dar.
A mi padre le privaron de su escaño de concejal pegándole dos tiros. Lo mataron porque nunca perdió su dignidad, porque expuso con firmeza sus convicciones, porque defendió con valentía la libertad de todos frente a ETA. Para nosotros es un orgullo saber que siempre fue fiel a sus principios, que no los rebajó por miedo y que no los ocultó para medrar. Ejerció la oposición con la cabeza bien alta, fiel a sí mismo y a quienes le habían votado.
A la vuelta de nueve años, es triste comprobar que aquellos que justificaron su muerte están a punto de volver a las instituciones. Y no me refiero únicamente a los dos ediles de ANV; estoy pensando también en Patxi Zabaleta, portavoz de Herri Batasuna en el Parlamento de Navarra cuando mataron a mi padre. Por supuesto, no condenó el asesinato.
Con todo, mi mensaje no es para Zabaleta sino para los socialistas que estos días barajan un posible pacto con él y con sus compañeros de coalición. Son ellos quienes realmente van a decidir el futuro de Navarra y de Pamplona, por mucho que intenten desviar la responsabilidad hacia Nafarroa Bai y digan que es Uxue Barkos quien se va a beneficiar de los votos de ANV. Hay entre esos socialistas hombres y mujeres con los que he vivido momentos muy duros y muy difíciles. Hemos compartido reuniones, proyectos y pancartas (una de ellas, por cierto, contra el nacionalismo obligatorio). Algunos nos arroparon a mis hermanos y a mí cuando los asesinos de mi padre fueron juzgados en la Audiencia Nacional, y siempre les estaré agradecida. Entiendo que la posibilidad de gobernar es atractiva, pero me atrevería a recordarles que no deberían hacerlo a cualquier precio. Me cuesta creer que es mayor el resentimiento que albergan hacia UPN que el que sienten por ANV o Nafarroa Bai. Es un hecho que cada partido tiene su estrategia y que las decisiones que toma una ejecutiva a veces no son unánimes. Pero, al final, todos somos dueños de nuestros actos. Por eso apelo a los socialistas que estos días deciden su futuro y el nuestro: para que lo hagan atendiendo a sus principios, a su historia, y también a los principios y a la historia de quienes han sido asesinados.
María Caballero
Hija de Tomás Caballero, asesinado por ETA
Diario de Navarra. 6 de junio de 2007
Nunca hubiese imaginado que acabaría firmando un artículo como “hija de Tomás Caballero, asesinado por ETA”. A la vista del rumbo que han tomado los acontecimientos en las dos últimas semanas, creo que es lo mínimo que puedo hacer por mi padre. Se lo debo a él y a todas las demás víctimas de ETA.
Firmo mi artículo como hija de Tomás Caballero porque intuyo que estamos a punto de cruzar una frontera a la que nunca deberíamos habernos acercado. Hay quien asegura que ninguna muerte tiene sentido, pero yo estoy convencida de que sí podemos dar un sentido a la ausencia de los asesinados si logramos mantener vivo su recuerdo, si lo convertimos en un estímulo, si asumimos que tenemos contraída una deuda con los que murieron, si sentimos en primera persona la responsabilidad de la Historia. Las tumbas de los asesinados deben recordarnos siempre por dónde discurren los límites de la democracia, de la paz y la libertad.
¿Qué tiene que ver todo esto con la actual coyuntura política?, podría preguntarme alguien. Mucho. Bastante más de lo que a mí me gustaría. Parece obvio que las elecciones han abierto la posibilidad de una alternativa a UPN-CDN, tanto en el Gobierno de Navarra como en el Ayuntamiento de Pamplona. Pero el cambio que se pretende exige los votos de Nafarroa Bai y, en el segundo caso, los de ANV. Tanto Nafarroa Bai como ANV son formaciones nacionalistas y comparten un planteamiento esencialmente distinto al de casi todos los demás partidos. Para ellos es nuclear el hecho de considerarse distintos: cuando nosotros nos sentamos a la mesa para empezar a hablar, ellos irrumpen con sus reivindicaciones históricas. ¿De verdad el PSN tiene más en común con ellos que con UPN? ¿De verdad cree el PSN que los ciudadanos de Navarra hemos pedido que sea Nafarroa Bai quien organice la cultura o la educación de nuestros hijos durante los próximos cuatro años? ¿También los parlamentarios y los concejales socialistas se taparán la nariz —como ha anunciado que hará Mariné Pueyo— a la hora de votar?
He dirigido esta carta a los socialistas navarros: estoy convencida de que no todos estarán conformes con lo que parece que va a pasar. Me gustaría que al menos algunos detengan esta especie de carrera desenfrenada hacia no se sabe dónde, que trasciendan el mapa político que han dibujado las siglas, que piensen en la historia reciente, que se miren en el espejo de sus propias convicciones y que mediten el paso que su partido está a punto de dar.
A mi padre le privaron de su escaño de concejal pegándole dos tiros. Lo mataron porque nunca perdió su dignidad, porque expuso con firmeza sus convicciones, porque defendió con valentía la libertad de todos frente a ETA. Para nosotros es un orgullo saber que siempre fue fiel a sus principios, que no los rebajó por miedo y que no los ocultó para medrar. Ejerció la oposición con la cabeza bien alta, fiel a sí mismo y a quienes le habían votado.
A la vuelta de nueve años, es triste comprobar que aquellos que justificaron su muerte están a punto de volver a las instituciones. Y no me refiero únicamente a los dos ediles de ANV; estoy pensando también en Patxi Zabaleta, portavoz de Herri Batasuna en el Parlamento de Navarra cuando mataron a mi padre. Por supuesto, no condenó el asesinato.
Con todo, mi mensaje no es para Zabaleta sino para los socialistas que estos días barajan un posible pacto con él y con sus compañeros de coalición. Son ellos quienes realmente van a decidir el futuro de Navarra y de Pamplona, por mucho que intenten desviar la responsabilidad hacia Nafarroa Bai y digan que es Uxue Barkos quien se va a beneficiar de los votos de ANV. Hay entre esos socialistas hombres y mujeres con los que he vivido momentos muy duros y muy difíciles. Hemos compartido reuniones, proyectos y pancartas (una de ellas, por cierto, contra el nacionalismo obligatorio). Algunos nos arroparon a mis hermanos y a mí cuando los asesinos de mi padre fueron juzgados en la Audiencia Nacional, y siempre les estaré agradecida. Entiendo que la posibilidad de gobernar es atractiva, pero me atrevería a recordarles que no deberían hacerlo a cualquier precio. Me cuesta creer que es mayor el resentimiento que albergan hacia UPN que el que sienten por ANV o Nafarroa Bai. Es un hecho que cada partido tiene su estrategia y que las decisiones que toma una ejecutiva a veces no son unánimes. Pero, al final, todos somos dueños de nuestros actos. Por eso apelo a los socialistas que estos días deciden su futuro y el nuestro: para que lo hagan atendiendo a sus principios, a su historia, y también a los principios y a la historia de quienes han sido asesinados.
María Caballero
Hija de Tomás Caballero, asesinado por ETA
El hijo del «chivato»
Nieves Colli
ABC. 9 de abril de 2004
No piden nada, sólo vivir tranquilos. Son víctimas del terrorismo de ETA y están satisfechos con la Justicia: los asesinos están en la cárcel y la indemnización -aunque aún no la han cobrado completa- les ha permitido cerrar a cal y canto la puerta por la que la tragedia entró un día en su casa. Abuela y nieto se han hecho imprescindibles el uno para el otro ya jubilada a pesar de sus 59 años, ha sufrido en sus carnes los «efectos colaterales» de la sinrazón, del tiro en la nuca. De ello son testigo y consecuencia las profundas arrugas que surcan su rostro.
La epopeya de Ana María no comienza con el atentado que, el 2 de junio de 1993, acabó con la vida de su yerno. Su historia empezó mucho antes y ETA no hizo sino apalear al apaleado. A perro flaco todo se le vuelven pulgas, dice el refrán.
Ana María y su esposo -padres de cinco hijos- eran feriantes, trabajo que les permitió contactar con políticos en numerosos municipios vascos. Entre ellos, el que fuera presidente del PP guipuzcoano, Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA el 23 de enero de 1995, y su sucesora en el cargo, María San Gil, en el punto de mira de los terroristas y condenada por ello a vivir con protección.
Cuando en 1993 ETA asesinó a Ángel (el yerno de Ana María) por su relación con el mundo de las drogas -los terroristas llamaron a la puerta de su casa y le dispararon un tiro en la cabeza cuando abrió-, Ana María ya se había hecho cargo de su nieto Jon ante la incapacidad de su hija Julia y del marido de ésta, ambos toxicómanos, de educar al chiquillo.
A los tres años de edad, Jon apenas conocía a su padre que, durante ese tiempo, cumplió con el servicio militar primero y con una condena después, tras verse implicado en una pelea. En 1987, cuando Ángel salió de la cárcel, éste y Julia se casaron y volvieron a hacerse cargo de su hijo, al que llevaban los fines de semana a casa de Ana María. Al niño le gustaba estar con su abuela.
Pedir la custodia
Pero la normalidad duró bien poco. Ángel volvió a engancharse a la droga y detrás de él Julia, que hasta llegó a pasar dos años en prisión por tráfico de estupefacientes. Ya no volvieron a casa de la abuela para recoger a Jon.
Pasaron unos años antes de que el niño volviera a ver a su madre. Fue cuando ésta salió de la cárcel. Julia volvió a casa de Ana María y, con la promesa de dejar definitivamente las drogas, empezó a trabajar con ella en las ferias. Pero no fue así y, en 1990, cuando Jon tenía cinco años, su madre volvió a dejarle y a hundirse con su marido en el infierno de la heroína. «Mi marido -cuenta Ana María con la serenidad que da el tiempo transcurrido- me llamó para decirme que nuestro nieto había llegado llorando a la caravana. Julia se había vuelto a marchar».
Este episodio fue la gota que colmó el vaso así que Ana María decidió pedir la custodia del niño. Desde entonces, esta mujer ejerce de madre y de abuela tanto de Jon -que ya ha cumplido 21 años- como de una de sus hermanas pequeñas, Erika, que nació en septiembre de 2001 fruto de una relación posterior de Julia. Erika nació con anticuerpos del sida.
Esta familia vive en Madrid desde 1997, año en el que Ana María decidió abandonar San Sebastián a raíz de que otros niños en el colegio señalaran a Jon con el dedo como el hijo del «chivato» asesinado por ETA. Las duras experiencias vividas por el muchacho le provocaron depresiones de las que hoy, por fin, está plenamente recuperado.
De su vida en el País Vasco Jon guarda pocos recuerdos. Abandonó esa tierra siendo niño y, además, prefiere no pensar mucho en aquellos años. «Ya pasó», dice, ahorrando tanto en recuerdos como en palabras. Amable y cordial, contesta a todas las preguntas sobre su infancia, sus padres, el colegio, sobre el día del atentado... pero la brevedad de sus respuestas es el espejo de su voluntad por no reabrir una herida que le ha costado, pero ha conseguido cerrar.
«¿Mis recuerdos sobre mis padres? Hoy por hoy, bien pocos. Recuerdo que vivía con ellos, pero poco», cuenta Jon arañando en el pasado. «Lo que más, un cumpleaños, el último, con cinco o seis años, que mi padre me regaló un coche teledirigido».
Sin rencor
Sus palabras no encierran ningún rencor, ni siquiera por los momentos más duros, aquellos que llevaron a su abuela -«para mí, ella es mi madre», asegura- a sacarle del País Vasco. «Allí tenía muchos amigos, sobre todo uno del barrio y dos del «cole»», asegura. Y sigue: «Luego había quien me echaba en cara que yo no tenía padre, que le habían matado... Es como en todos lados, que hay gente con ganas de hacer daño. Pero no todo el mundo es igual». En cualquier caso, Jon prefiere no ir por allí, porque le devuelve a la memoria los malos momentos.
«Y del día del atentado... Mi madre llegó llorando. Desde el primer momento lo vi en la tele. Lo supe en seguida, pero no sabía qué significaba. Luego he pensado en ello. Me hago preguntas, sobre todo por qué mi padre abrió la puerta, y es surrealista. Él nunca abría a nadie si no lo conocía, por eso he pensado que era alguien conocido».
Ana María, su abuela, sonríe al confesar que en Madrid ha recuperado la libertad, algo de lo que no se disfruta en el País Vasco. «Allí vas a un bar y no puedes hablar ni de fútbol», indica. Y lo mismo le ha ocurrido siempre con casi todos los simpatizantes de Batasuna que conoce, que son muchos. «En seguida te echan en cara que eres españolista», explica.
Jubilada, esta víctima del terrorismo cobra la pensión mínima (cerca de 400 euros al mes), que no le llega ni para pagar el alquiler del piso en el que vive junto con una de sus hijas y sus dos nietos adoptados, en un popular barrio madrileño. En casa ya no entra tampoco la pensión de orfandad que percibía Jon, pues ya ha cumplido 21 años y, por ley, ese dinero pasa a la viuda de la víctima del atentado.
Pero Ana María fue muy precavida e invirtió en la compra de pisos -que puso a nombre de su nieto- la mitad del dinero percibido en su día como indemnización por el atentado. La otra mitad la gastó en terapias de rehabilitación de toxicómanos para su hija -madre de Jon y de Erika-, pero todo el esfuerzo cayó en saco roto. Gracias a su previsión, ha podido ofrecer a sus nietos una vida digna y la formación escolar adecuada.
ABC. 9 de abril de 2004
No piden nada, sólo vivir tranquilos. Son víctimas del terrorismo de ETA y están satisfechos con la Justicia: los asesinos están en la cárcel y la indemnización -aunque aún no la han cobrado completa- les ha permitido cerrar a cal y canto la puerta por la que la tragedia entró un día en su casa. Abuela y nieto se han hecho imprescindibles el uno para el otro ya jubilada a pesar de sus 59 años, ha sufrido en sus carnes los «efectos colaterales» de la sinrazón, del tiro en la nuca. De ello son testigo y consecuencia las profundas arrugas que surcan su rostro.
La epopeya de Ana María no comienza con el atentado que, el 2 de junio de 1993, acabó con la vida de su yerno. Su historia empezó mucho antes y ETA no hizo sino apalear al apaleado. A perro flaco todo se le vuelven pulgas, dice el refrán.
Ana María y su esposo -padres de cinco hijos- eran feriantes, trabajo que les permitió contactar con políticos en numerosos municipios vascos. Entre ellos, el que fuera presidente del PP guipuzcoano, Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA el 23 de enero de 1995, y su sucesora en el cargo, María San Gil, en el punto de mira de los terroristas y condenada por ello a vivir con protección.
Cuando en 1993 ETA asesinó a Ángel (el yerno de Ana María) por su relación con el mundo de las drogas -los terroristas llamaron a la puerta de su casa y le dispararon un tiro en la cabeza cuando abrió-, Ana María ya se había hecho cargo de su nieto Jon ante la incapacidad de su hija Julia y del marido de ésta, ambos toxicómanos, de educar al chiquillo.
A los tres años de edad, Jon apenas conocía a su padre que, durante ese tiempo, cumplió con el servicio militar primero y con una condena después, tras verse implicado en una pelea. En 1987, cuando Ángel salió de la cárcel, éste y Julia se casaron y volvieron a hacerse cargo de su hijo, al que llevaban los fines de semana a casa de Ana María. Al niño le gustaba estar con su abuela.
Pedir la custodia
Pero la normalidad duró bien poco. Ángel volvió a engancharse a la droga y detrás de él Julia, que hasta llegó a pasar dos años en prisión por tráfico de estupefacientes. Ya no volvieron a casa de la abuela para recoger a Jon.
Pasaron unos años antes de que el niño volviera a ver a su madre. Fue cuando ésta salió de la cárcel. Julia volvió a casa de Ana María y, con la promesa de dejar definitivamente las drogas, empezó a trabajar con ella en las ferias. Pero no fue así y, en 1990, cuando Jon tenía cinco años, su madre volvió a dejarle y a hundirse con su marido en el infierno de la heroína. «Mi marido -cuenta Ana María con la serenidad que da el tiempo transcurrido- me llamó para decirme que nuestro nieto había llegado llorando a la caravana. Julia se había vuelto a marchar».
Este episodio fue la gota que colmó el vaso así que Ana María decidió pedir la custodia del niño. Desde entonces, esta mujer ejerce de madre y de abuela tanto de Jon -que ya ha cumplido 21 años- como de una de sus hermanas pequeñas, Erika, que nació en septiembre de 2001 fruto de una relación posterior de Julia. Erika nació con anticuerpos del sida.
Esta familia vive en Madrid desde 1997, año en el que Ana María decidió abandonar San Sebastián a raíz de que otros niños en el colegio señalaran a Jon con el dedo como el hijo del «chivato» asesinado por ETA. Las duras experiencias vividas por el muchacho le provocaron depresiones de las que hoy, por fin, está plenamente recuperado.
De su vida en el País Vasco Jon guarda pocos recuerdos. Abandonó esa tierra siendo niño y, además, prefiere no pensar mucho en aquellos años. «Ya pasó», dice, ahorrando tanto en recuerdos como en palabras. Amable y cordial, contesta a todas las preguntas sobre su infancia, sus padres, el colegio, sobre el día del atentado... pero la brevedad de sus respuestas es el espejo de su voluntad por no reabrir una herida que le ha costado, pero ha conseguido cerrar.
«¿Mis recuerdos sobre mis padres? Hoy por hoy, bien pocos. Recuerdo que vivía con ellos, pero poco», cuenta Jon arañando en el pasado. «Lo que más, un cumpleaños, el último, con cinco o seis años, que mi padre me regaló un coche teledirigido».
Sin rencor
Sus palabras no encierran ningún rencor, ni siquiera por los momentos más duros, aquellos que llevaron a su abuela -«para mí, ella es mi madre», asegura- a sacarle del País Vasco. «Allí tenía muchos amigos, sobre todo uno del barrio y dos del «cole»», asegura. Y sigue: «Luego había quien me echaba en cara que yo no tenía padre, que le habían matado... Es como en todos lados, que hay gente con ganas de hacer daño. Pero no todo el mundo es igual». En cualquier caso, Jon prefiere no ir por allí, porque le devuelve a la memoria los malos momentos.
«Y del día del atentado... Mi madre llegó llorando. Desde el primer momento lo vi en la tele. Lo supe en seguida, pero no sabía qué significaba. Luego he pensado en ello. Me hago preguntas, sobre todo por qué mi padre abrió la puerta, y es surrealista. Él nunca abría a nadie si no lo conocía, por eso he pensado que era alguien conocido».
Ana María, su abuela, sonríe al confesar que en Madrid ha recuperado la libertad, algo de lo que no se disfruta en el País Vasco. «Allí vas a un bar y no puedes hablar ni de fútbol», indica. Y lo mismo le ha ocurrido siempre con casi todos los simpatizantes de Batasuna que conoce, que son muchos. «En seguida te echan en cara que eres españolista», explica.
Jubilada, esta víctima del terrorismo cobra la pensión mínima (cerca de 400 euros al mes), que no le llega ni para pagar el alquiler del piso en el que vive junto con una de sus hijas y sus dos nietos adoptados, en un popular barrio madrileño. En casa ya no entra tampoco la pensión de orfandad que percibía Jon, pues ya ha cumplido 21 años y, por ley, ese dinero pasa a la viuda de la víctima del atentado.
Pero Ana María fue muy precavida e invirtió en la compra de pisos -que puso a nombre de su nieto- la mitad del dinero percibido en su día como indemnización por el atentado. La otra mitad la gastó en terapias de rehabilitación de toxicómanos para su hija -madre de Jon y de Erika-, pero todo el esfuerzo cayó en saco roto. Gracias a su previsión, ha podido ofrecer a sus nietos una vida digna y la formación escolar adecuada.
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