Ángel Altuna
El Correo. 18 de febrero de 2007
El 11 de marzo de 2004 todos los ciudadanos vimos tambalearse los fundamentos de nuestra existencia personal y colectiva. Sentimos en el dolor de las víctimas nuestros miedos más profundos y primarios, y reconocimos, esta vez hasta el extremo, las más horribles capacidades de la condición humana para poder generar exterminio, dolor y sufrimiento. Quizá transcurridos tres años podamos hacer una labor de introspección y comprobar que sentimos un cierto vértigo al contemplarnos a nosotros mismos realizando diferentes análisis sociopolíticos sobre lo ocurrido, siempre desde una posición supuestamente 'objetiva' como simples observadores externos. Incluso nos atrevemos a dar explicaciones acerca de las causas últimas del atentado, convirtiéndonos así en expertos historicistas. Todo este proceso de intelectualización viene irremediablemente acompañado de la capacidad de alejarnos, casi sin darnos cuenta, de los efectos producidos. Y, en consecuencia, de las víctimas.
Tras el golpe atroz del atentado, el inestimable arropamiento emocional y la asistencia humana a los supervivientes y a los familiares de los fallecidos posibilitaron en algunos casos que las destrozadas referencias psicológicas pudieran reconstruirse desde un basamento más sólido. Frente al terror, la infamia brutal y la deshumanización, algunas víctimas encontraron en aquellos primeros momentos el calor del desconocido, del profesional sanitario, del voluntario, del funcionario que le ayudó, del vecino que le abrazaba, del minuto de silencio en un estadio. Todo esto significó mucho, pero, paradójicamente, también poco.
Las víctimas afirman hoy que aquel colchón inicial ofrecido por la comunidad supuso un primer paso inestimable, pero a la vez insuficiente, para encarar las sucesivas etapas que les ha tocado vivir y sufrir: la realidad insondable de la ausencia, la soledad más solitaria, las incapacidades adquiridas, la rabia y el resentimiento, la propia culpabilización del superviviente y lo que podríamos definir como una 'deconstrucción forzada'; es decir, lo que antes constituía el eje central de la existencia personal y ya no lo es.
En todo ese proceso posterior que afronta la víctima, el componente social resulta fundamental. Incluyo en lo social el apoyo de la Administración, el tratamiento de los medios de comunicación y la actuación de la Justicia. La víctima superviviente y el familiar del asesinado se sitúan indeseadamente desde entonces en un desagradable escenario, como es el terrorismo, sobre el que todo el mundo opina, discute y parece tener una explicación.
Ahora que arranca el juicio, la rememoración de las vivencias sufridas va a suponer un impacto emocional inevitable. Y es en este momento cuando se pondrán en juego las capacidades y los recursos actuales con que cuentan los afectados. Habrá personas que quizá tuvieran una mayor vulnerabilidad previa ante posibles situaciones traumáticas. Habrá otras a las que el apoyo recibido no les haya hecho recuperar todavía eventos y objetivos vitales positivos. También las habrá que, ante el trance judicial, hagan frente a estos duros momentos de una manera ejemplarizante por lo sobrehumano. Se producirán respuestas psicológicas tan distintas como personas afectadas existen. Incluso en una misma unidad familiar habrá quien desee estar absolutamente informado; quien se duela ante cualquier referencia y opte por desconectarse; quien procure transmitir sensaciones y desahogos de forma explícita y pública; y quien prefiera digerir los pensamientos y vivencias privadamente.
Estas víctimas específicas de 'macroatentados colectivos' corren el peligro de que su historia personal quede solapada y diluida por el gran número de damnificados o por la reducción de todo lo sucedido a una pequeña sigla: 11-M. Muchos de los que van a rodear en el futuro al superviviente o al familiar tendrán a su vez a un conocido, o a un conocido de un conocido, que también sufrió los efectos del golpe de una o de otra manera. En otras ocasiones, las reacciones del entorno pueden provocar una desviación de lo sufrido como algo más cercano a una catástrofe natural no intencionada que a un atentado terrorista, lo que puede debilitar la transmisión de las terribles vivencias personales.
Ante el hecho indudable de que la verdadera 'cojera vital' sólo la van a sufrir los propios afectados y los familiares más directos, quienes les acompañen pueden dar por sobreentendido y, por lo tanto no vivenciado, el dolor real de la víctima. Es, pues, imprescindible que se continúe personalizando a cada afectado en la divulgación de la información, en la atención social, en las ayudas comunitarias y en las tramitaciones administrativas. Y los medios deben seguir intentando humanizar y dar nombre a cada uno de los 192 asesinados.
Los factores psicológicos previos situarán a cada superviviente y familiar en una tesitura determinada, mientras el transcurso del tiempo va jugando sus bazas; muchas veces para bien y otras no tanto. Es cierto que la vivencia de un superviviente herido difiere de la del viudo, ésta será diferente a la vivencia del hijo y ésta, a su vez, a la de una madre. Todos ellos discurrirán, irremediablemente aunque con muchas dificultades, por otras etapas de 'reconstrucción' en la que puedan llegar a recuperar metas vitales, socialicen lo ocurrido y logren luchar si lo desean por la Justicia y la búsqueda de la verdad.
Verdad reparadora
Esta verdad, aunque produzca dolor momentáneo, tiene por norma general un efecto reparador en la víctima, como también las acciones policiales y judiciales ajustadas a Derecho. En la mano de todos está que el doloroso proceso de los damnificados hacia una nueva vida, que ya nunca será la misma, pueda ser un poco mejor. Las instancias judiciales deben tenerlo en cuenta. Las víctimas saben que nunca habrá proporcionalidad entre el daño recibido y la condena y el resarcimiento.
Magistrados de la Audiencia Nacional han sido conscientes, y se han hecho eco incluso en público, de que muchos de los procedimientos judiciales victimizan aún más a las víctimas; lo que los expertos han denominado 'doble victimación'. Cuidado con ello. Las víctimas delegan siempre en el Estado su pleito con los asesinos, a través de los tribunales. Nunca el Estado podrá hacer dejación de este contrato social que le obliga a administrar estos pleitos y a velar por sus consecuencias. Por ello, seamos ciudadanos absolutamente vigilantes ante la actuación judicial, seamos exigentes con los procedimientos; la gravedad de los hechos lo merecen. Y tampoco confundamos las peticiones de Justicia y las posiciones de firmeza de las víctimas con la venganza; es un insulto que nos vuelve a victimizar doblemente.
En definitiva, caigamos en la cuenta de que nunca nuestra democracia podrá agradecer del todo la respuesta ajustada a Derecho de todas y cada una de las víctimas del terrorismo en este país durante casi cuarenta años. También en estos momentos conviene no olvidarlo.
Ángel Altuna nació en 1963 en Vitoria. Es licenciado en Psicología. A los 17 años, un comando de ETA asesinó en Álava a su padre, Basilio Altuna. Es miembro del Colectivo de Víctimas del Terrorismo del País Vasco (COVITE).