Memoria de un superviviente de De Juana Chaos

Mikel Azurmendi

ABC. 18 de febrero de 2007

Con la imperturbabilidad del péndulo en sus entrañas los asesinos estipulan el día y la hora. Y la munición. Tic tac, tic tac. Día 12 de junio del año 1985. Madrid amanece claro y con un resto de la brisa de una noche en la que cuatro asesinos han dispuesto que el amanecer sea rojo. Que se expanda por España el calor de Euskadi, ese tinte de fondo rojo para «representar el llamamiento a guerra contra el extranjero» que Sabino Arana imprimió a su bandera al inventar el nacionalismo vasco. A las ocho y cuarto esperan los cuatro el paso de un coronel del ejército. Fuego cruzado contra el coche y asesinato del coronel Vicente Romero y de su chofer particular, Juan García, un asalariado que se ganaba la vida conduciendo. Dos menos, piensan los asesinos. Más rojo en esa bandera donde la cruz blanca significa Dios y la verde de brazos oblicuos, la independencia. Cuanto más rojo más cercano será el resplandor del nuevo dios, la independencia. Más muertos, más cerca del poder. De Juana Chaos y sus tres conmilitones han pensado retirarse preparando una bomba trampa en su propio coche. Por si arde Madrid en el aparcamiento de El Corte Inglés, avenida de Felipe II. «No teníamos dónde aparcarlo», dirá cínicamente más tarde De Juana ante el juez.

Un día señalado

Es un día importante para España pues concurren en Madrid los ministros de Asuntos Exteriores europeos para firmar, en el Senado, nuestro ingreso en las instituciones europeas. Por eso ETA debe sacar a pasear su bandera de sangre, con el nuevo dios de la serpiente enroscándose en el hacha. La ikurriña bicrucífera de los nuevos nazis. Por eso dos policías se pasan la mañana inspeccionando los sótanos del Senado. Son los especialistas en desactivación de artefactos explosivos Esteban y Gerardo.
Como la policía antiterrorista localiza el coche en el aparcamiento de El Corte Inglés y sospecha de él ante la presencia de varios cartuchos bien visibles, llaman a los tedax. Y acuden los más próximos, Esteban y Gerardo: «Enseguida vimos que uno de los cartuchos de las balas que había en los asientos de atrás tenía un hilito atado que se escondía por medio». Y como en las películas de malos, se acordona la zona pues entraban y salían coches de manera constante. «Mi compañero fue por una puerta, yo me fui por otra para poder tirar de los asientos traseros y ver algo, entonces nos fuimos cada uno por un lado para que el movimiento fuera lo más mínimo. Si te vas por un lado tienes que pegar un tironcillo más fuerte, entonces nos fuimos cada uno por un lado y conseguimos moverlo, moverlo un poquito. Metimos la linterna y ya vimos que había unos cuatro o cinco chorizos de goma dos, chorizos de dos kilos y una serie de metros de cordón detonante bastante pronunciado. También vimos que uno de los cordones detonantes se introducía dentro del maletero pero había allí unas cajas o algo, intentábamos meter la linterna para ver si había más explosivos en los maleteros, pero no conseguíamos ver nada... entonces en esa zona no quisimos, bueno, de hecho no se tocó nada al principio pero tampoco quisimos tocar..., no sé lo que era, si era como panel o cartón, no lo llegué a distinguir bien por la oscuridad que había y con la linterna, pues no se veía bien».

Maletero letal

Goma dos a la vista, cordones detonantes a la vista pero, oculto, un maletero impredecible que podía contener hasta 300 kilos de material para matar. Esteban y Gerardo deciden que se impone un desalojo completo pues a veinticinco metros seguía entrando y saliendo gente de la puerta del garaje. Se desaloja el conjunto de las galerías comerciales hacia las calles Alcalá y Goya y se desaloja también la zona de Felipe II. «Y volvimos a entrar otra vez en el coche. Que hay que tener un par de cojones... No había sitio para poder trabajar ni para intentar meter un robot».
Se consultan mutuamente e infieren, sugieren y deciden. «Había una típica pincita que era una de las primeras trampas que tenía, una pincita con el cablecito a sus lados. Creo que estaba más bien atado al cartucho. No se veía muy bien. Eso no lo tocamos para que no pasara absolutamente nada. La parte derecha del coche no tenía ningún artefacto, más que nada era explosivo y todo el cordón detonante, y la parte izquierda es donde estaba casi todo. Esteban y yo nos fuimos al lado de la izquierda, allí no había sitio para trabajar los dos, claro. Tomamos apuntes, tomamos notas mentalmente y comentábamos lo que veíamos. Una de las veces, estaba él mirando por la parte de delante, a ver si había algo en los asientos de delante y me quedé yo mirando atrás. Teníamos casi medio cuerpo dentro del coche, sin tocar nada, mirando él en el asiento de delante y me dijo: «¡Gerardo, quítate un momento que he visto algo!». No sé lo que vio. Yo me echo para atrás, porque no había espacio para poder trabajar dentro del coche, y entonces él se pone delante de mí. Yo me agacho un poquito para ver por debajo de sus piernas pero no veo, no se veía nada porque tenía la linterna por un lado y entonces no me enfocaba a mí, y como no veía nada me levanto. Conforme me estoy levantando me quedo ciego. No vi la explosión y sentirla, menos. Allí no se escucha nada, yo no oí absolutamente nada pero sí me quedé ciego, me pegó un resplandor, como si te tiras mirando al sol un par de minutos».

Fuego y miedo

Son las once de la mañana roja de la serpiente y el hacha. Gerardo, 31 años, sólo recuerda que salió como volando. Al recuperar el sentido, nota que se encuentra en el suelo, de lado, quemándosele toda la espalda. «Veo fuego por el parque, por las tuberías, veo que está ardiendo todo y me da miedo, me da miedo. Entonces es cuando yo noto que ha pasado lo que ha pasado. Me da mucho miedo». Por la experiencia que tiene en explosivos, Gerardo sabe que se descerrajan las articulaciones de muñecas, brazos, rodillas y tobillos, y tiene miedo de no sentir esas articulaciones y rehúsa levantarse y se acuerda de su Virgen de la Angustia, la patrona de Granada y le reza. No hay más remedio cuando truena. «Entonces me veo el brazo. Me miro y me veo el brazo todo en hueso, veo todos los tendones. Lo veo allí a mi lado. Yo no sabía si el brazo era mío o ya se había quedado allí, no sabía si lo tenía pegado todavía. Del mismo miedo que me da, lo cojo me lo pego al cuerpo y no me miro más por si me falta algo o no me falta. Y del mismo miedo me levanto y salgo corriendo». El coche arde y es un amasijo de fuego expansivo.

Mirado desde fuera de la moralidad, un cuerpo humano es un gran hueco revestido de un sutil caparazón. La mirada del artificiero añade que ese hueco es capaz de absorber una enorme onda expansiva. El compañero Esteban del Amo García le ha salvado la vida a Gerardo recibiendo aquél la onda expansiva, pero yace despanzurrado en pedazos. «Hay una familia que se ha criado sin padre y una viuda, y yo estoy vivo gracias a él», dice Gerardo y añade que salió «corriendo por el garaje. Todo estaba negro, negro, nose veía nada, no era un humo, parecía una pared, todo oscuro, todo negro. Pero yo veo una luz y salgo corriendo». Al emerger a la luz le hicieron una fotografía que ganó el premio periodístico del año. En un coche de la policía lo llevan y no recuerda si al Gregorio Marañón o al Provincial. Recuerda que un camillero lo coge y evitando el colapso de los ascensores lo conduce hasta quirófanos. Alguien le pregunta si puede abrir los ojos. Su cuerpo, quemado al 75 por ciento, consigue abrir los ojos. Y dice que le van a sedar. Gerardo sólo recuerda que estaba evacuando por todos sus orificios, cagándose, meándose, echando agua y sangre. A la tarde, despertó en otro hospital, en el de La Paz, sección de quemados. Recuerda que en la ambulancia escuchaba ecos de voces diciendo éste se nos va, éste se nos va. Siete operaciones en quince días para transplantarle piel sintética traída en vuelo especial de los Estados Unidos. En una de esas jornadas es cuando le dicen que Esteban murió. Hasta entonces le habían dicho que se hallaba en otro hospital. Su mujer lo aguanta todo. En casa tiene dos hijas, de nueve y ocho años, y un chaval de siete. Van a casa de los abuelos. Son el futuro al que hay que mirar pero Gerardo queda embarrancado en el aparcamiento de El Corte Inglés.

Resentimiento

Al daño físico se le une entonces el daño psíquico que le repliega hostilmente a uno dentro de sí generando el resentimiento para consigo mismo. Esteban ha muerto y él, ¿por qué él sigue vivo? Le visita el ministro Barrionuevo pero el gran quemado le manda a tomar por el culo. Asimismo. Gerardo no está para ministros ni para nadie. Tampoco hay sitio para él en su interior. Sus compañeros dejan de visitarlo, no quieren ser hostilizados, seguramente también se hallan culpabilizados. Lo abandonan. A Gerardo le llega el comentario de que había abandonado a su compañero para salvarse él. Gerardo teniendo que justificar su pasado. Esteban ya no existe pero Gerardo va muriendo a diario a manos de su propio rencor. Posiblemente se trata de la misma sintomatología que descubrió dentro de sí Jean Améry, un superviviente de Auschwitz: «En las mazmorras y campos de concentración del Tercer Reich, todos nosotros, debido a nuestra indefensión y fragilidad absoluta, tendíamos a despreciarnos antes que a compadecernos. No creíamos en las lágrimas... El resentimiento nos clava a la cruz de nuestro pasado destruido». («Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia», Pre-textos, 2001: 148-149).

Sin saber que se es víctima

Gerardo desconoce que él es una víctima del terrorismo. Cree que lo suyo era un acto de servicio. Nadie le avisa de que a los pocos años se celebra el juicio contra los terroristas, contra De Juana especialmente. Gerardo, solo con su hijo, siempre en casa porque su piel no tolera el sol, apagando la televisión cuando se informa de atentados terroristas. Durante cuatro años, Gerardo haciendo rehabilitación de su brazo izquierdo en el que le queda algún dedo pero sin sensibilidad. Jubilación a los cinco años del atentado sin indemnización monetaria alguna. «Me sentí humillado, ni una indemnización de cinco millones de pesetas por un destrozo de hombre, destrozada mi carrera de policía. Me gustaba mucho a mí la policía, me gustaba mi trabajo de tedax, y me la destrozaron por completo, destrozaron mi casa... Si venía alguna visita se la recibía en el rellano de la escalera, yo le decía a la mujer que no pasaran, que yo se lo agradecía un montón pero que estaba dormido y que no me molestaran. La verdad es que a mí no me apetecía hablar con nadie, ni que vinieran a verme, estaba vegetal, mi sensación era que no quería saber nada de nadie».

Luego surgen los problemas con el alcohol que multiplican los problemas familiares. Hasta que decide emprender una vida personal y deja el alcohol y busca trabajos para salir de sí mismo, barman con una mano, vendedor de extintores con una mano, guarda de seguridad con una mano. Y deja Madrid, y con su mujer emprende una nueva vida en Granada donde da con una persona, víctima como él del terrorismo, que le transforma la vida. Cobra sentido. Gerardo ahora ayuda a otros: «Conozco víctimas que lo han pasado muchísimo peor que yo... Mi problema, mi atentado, lo empiezo a poner en un segundo término».

Gerardo se apega a la vida, a la vida digna que exige verdad, justicia y dignidad. Y entrega parte de su fuerza a la Asociación de Víctimas del Terrorismo y altera su visión de ETA. Los terroristas no son ya para él el asunto personal de su pasado sino un problema de la democracia. Y piensa en la Ciudad política, que no debe serles entregada.

Además de dos docenas de muertos, la serpiente y el hacha de De Juana Chaos han dejado tullidos a múltiples Gerardo, vidas truncadas por las que el verdugo no ha sido nunca juzgado. Sin embargo un azar favorable ha vuelto más humanas esas vidas y el relato de su reinserción cívica nos vuelve más seguros de lo que es el Estado de Derecho y más determinados a defenderlo. Tic tac, tic tac. El péndulo imperturbable de las cosas de la verdad y de la justicia y de la dignidad. El montón de cadáveres de la ikurriña en su macabra danza hacia la independencia. El montón de tullidos y truncados...

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