Franciso Tomás y Valiente
El País. 15 de febrero de 1996
Se ha escrito tanto contra la razón de Estado que pudiera pensarse que, suprimida ésta, al Estado no le queda ninguna para defender su necesidad y para, por lo tanto, subsistir. Eso es lo que desean y lo que persiguen con el tiro en la nuca sin piedad los enemigos del Estado, de este Estado. Urge hablar de otra u otras razones del y de este Estado. En el siglo XVII se contraponían la mala y la buena razón de Estado. Aquella revestía la forma del sometimiento de la moral a la fama del Príncipe, a la reputación de la Monarquía o a cualquier otra divinización del poder como realidad sustantiva. Frente a ella, los teóricos de la Contrarreforma esgrimían lo que llamaban la buena razón de Estado, consistente en la subordinación del poder y sus instrumentos en defensa de la moral y el derecho natural, de la verdadera fe, de la Iglesia católica. Ahora los nombres y las razones han cambiado, pero la contraposición entre ellas subsiste porque el Estado continúa siendo un instrumento necesario y legítimo.
La mala razón de Estado, su sinrazón, lo que le hace perder su legitimidad, es la divinización o satanización del poder: la voluntad de poder, su sustantivización, el sometimiento de todo a su conservación por parte de quienes lo tengan, y el todo vale desde él en la persecución de fines legítimos o ¡legítimos. Contra esta mala razón de Estado estamos todos los demócratas conscientes, quienes entendemos como únicos valores sustantivos los del hombre individual y sus derechos a la vida, a la paz, a la libertad y los de ellos derivados. Pero hay que decir enseguida que, para lograr o no perder estos valores y derechos, el Estado es imprescindible, es instrumento, pero instrumento necesario, de manera que, si se destruye, nos quedamos sin los objetivos que lo legitiman y que constituyen su razón de ser, la buena razón de Estado.
Aquí y ahora, en este Estado que se construyó en y desde la Constitución de 1978,y en la sociedad que lo sustenta y lo necesita, estamos incurriendo en determinadas tentaciones cuyo triunfo definitivo podría determinar la destrucción de aquél y que ya están produciendo su descrédito y debilidad.
La primera tentación contra el Estado es el olvido de su legitimidad y de sus límites, es decir, la utilización del poder para, luchando contra los terroristas, emplear sus mismos métodos, sus crímenes. El mayor enemigo del Estado es la mala razón de Estado. Hay, pues, que perseguir a quienes hayan caído en ella. Pero al hacerlo, tarde y escandalosamente, se ha incurrido en la tentación de destruir gran parte del aparato del poder estatal legítimo, en la desmoralización de buen número de sus agentes, en la desaparición de alguna de sus piezas imprescindibles para luchar contra los terroristas y en el descrédito del Estado, dentro y fuera de sus fronteras. La mala razón de Estado y el torpe desenmascaramiento de sus crímenes, sin el cuidado en el aislamiento de quienes hayan vulnerado la ley desde el Estado y sin la discreción judicial y periodística como cautela y garantía de derechos, se han unido en la producción de los efectos que ahora padecemos, de manera que a la tentación de la mala razón de Estado se ha unido la autodestrucción como apéndice perverso.
La segunda tentación consiste en la fragmentación interna de las fuerzas políticas demócratas en su necesario frente común, desde el Estado, contra los criminales del terror. Se había avanzado mucho en este camino: en poco tiempo se ha desandado casi todo el trecho recorrido. Si los nacionalistas no violentos se sienten más nacionalistas que otra cosa; si toleran en silencio quemas o entierros de la constitución; si repitieran palabras de comprensión hacia los terroristas encarcelados o en libertad por su intencionalidad política; si unos y otros, en el País Vasco y fuera de él, alimentaran no la colaboración entre las respectivas fuerzas policiales, sino la desconfianza y rivalidad entre ellas, si se callara que la sociedad vasca ha ganado ya, con las insuficiencias y los discutibles incumplimientos que puedan aún señalarse, las libertades y el autogobiemo cuya insatisfacción puede haber significado desde el siglo pasado la injusticia histórica que algún comprensivo prelado recuerda oportune et importune; si la defensa del cumplimiento total de las condenas se esgrime como equívoca arma de campaña electoral; si la necesidad de la unión entre los demócratas (nosotros) frente a ETA (ellos) se proclama sólo en los entierros de cada última víctima; si todo eso continúa pasando, estaremos cayendo en la, tentación de la fragmentación intema, para desgracia de demócratas y alegría y fortalecimiento de los terroristas.
La tercera tentación, o tal vez la primera en el orden cronológico, es el abandono de la calle. La tolerancia mal entendida respecto a lo que algunos llamaban problemas juveniles de la sociedad vasca está desembocando en el triunfo del terror en las calles de las ciudades de Euskadi. Y la calle es símbolo y realidad del Estado, escenario de libertades, ámbito de la paz y la seguridad de los ciudadanos. 0 todo lo contrario. Si se pierde la calle, se pierde todo. Que nadie discuta esto, porque los primeros en saberlo son ellos. No se trata de evaluar en pesetas los autobuses incendiados, las cabinas telefónicas destruidas o los daños producidos en establecimientos bancarios y comerciales. El daño es cualitativamente otro: es la pérdida de la paz. Y como la paz es el fin primario del Estado, si se pierde ésta, se pierde aquél y se regresa a la guerra de todos contra todos, cuya versión actual es la persecución armada de unos pocos contra la inmensa mayoría.
No basta con decir estas cosas: pero el silencio es deshonesto antes y después de la muerte del último hombre asesinado. Del último hasta hoy. Es necesario reflexionar sobre estas tres tentaciones para no seguir cayendo en ellas. Si el espíritu de enmienda prosperara, se podría, desde él, discutir cuáles son los instrumentos legales que el Estado necesita y proveerse de ellos. Pero si se pierde la convicción en la propia legitimidad, en la buena razón del Estado, lo demás es imposible. Los especialistas en tentaciones y pecados suelen clasificar éstos y disculpar algunas de aquéllas. Todos hemos dicho alguna vez que hay tentaciones inventadas para caer en ellas, lo cual puede ser cierto respecto a las de la carne, pero no a propósito de las aquí comentadas. En ellas nos va la vida, la del Estado que necesitamos y la nuestra individual, porque cada vez que matan a un hombre en la calle (y esto no es una metáfora, como diría el cartero de Neruda) nos matan un poco a cada uno de nosotros.
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