Ángel Altuna
BastaYa.org. 6 de marzo de 2007
Estamos observando cada vez más el grado de molestia que en determinadas conciencias produce la lucha que otros hacen por determinadas causas y por ciertos derechos de ciudadanía. Las víctimas del terrorismo, supervivientes de atentados y familiares de asesinados, están comprobando en los últimos tiempos su aparición en una dimensión pública que anteriormente permanecía oculta. A partir de ese momento han sentido con nitidez por parte de algunos esa condición de convidado molesto.
Durante muchos años ha existido un buen número de generaciones que sufrieron y vivieron las consecuencias de la violencia terrorista en un terreno exclusivamente privado. Víctimas anónimas, ocultas y ocultadas. Tanto era así que, como todos sabemos, los entierros se hacían casi clandestinamente, muchos funerales rayaban el patetismo, el arropamiento y el apoyo por parte de lo público prácticamente no existía, las informaciones sobre los asesinatos eran mínimas y las excarcelaciones de los presos eran silenciosas en los grandes medios de comunicación aunque sonoras en las plazas de los pueblos del País Vasco. Las cosas han ido cambiando y todos los ciudadanos, también las víctimas, han ido creciendo en paralelo a la profundidad de la democracia y al desarrollo de un estado moderno y más abierto.
Hoy en día existe un gran número de víctimas del terrorismo que siguen sobreviviendo con enormes dificultades a su inmenso dolor; un dolor que en un principio era únicamente privado. Son víctimas que durante muchos años de travesía personal y solitaria han convivido con ese daño agudo y profundo sin responder jamás con odio, con venganza o con justicia privada. Buena parte de ellas, principalmente mujeres, han inculcado a los suyos y a los que les siguen unos principios de convivencia fundamentados en el respeto y en la capacidad de convivencia. Nunca nuestra democracia podrá agradecer suficientemente a todas las víctimas del terrorismo esta respuesta siempre ajustada a derecho.
En este proceso inevitable de dolor que discurre en todas y cada una de las vidas de las víctimas hay un momento, habitualmente tardío, en el que suele aparecer en ellas como respuesta psicológica general un intento de socializar lo sucedido con un deseo profundo de justicia. Se destapan en esos momentos con gran nitidez nuevas dimensiones, antes ocultas, como es la lucha por los derechos de la víctima como ciudadano; como un ciudadano cualquiera que exige sus derechos. En ocasiones y en estos mismos momentos las víctimas individuales tienden a asociarse y a compartir objetivos comunes, sociales y de carácter más amplio.
Ahora estamos observando cómo en determinadas conciencias empieza a aflorar la sensación de molestia que provocan las víctimas ya que dichas conciencias parecen querer obviar la dimensión social del terrorismo. Algunos prefieren tratarlo exclusivamente y en todo momento desde el ámbito privado. Esta lógica parece seguir la siguiente consideración: ante el dolor privado e individual la respuesta y la atención de la administración y de la comunidad debe ser privada y personal. También desde esta concepción, la dimensión social de la víctima debe ser aminorada y seguramente sea así porque esta dimensión es precisamente la que realmente molesta. Estas personas caen en el error de sólo querer ver “dolor privado” en determinadas fases en las que la víctima expresa nítida y explícitamente un “dolor social”. Y en este caso las recetas de la administración no deberían ser las mismas. Ante el dolor social reflejado por las víctimas del terrorismo no sirve la cápsula privada de atención. Ante este dolor social específico no cabe la cura privada y tampoco cabe que el tratamiento del mismo se intente asimilar al producido en accidentes fortuitos o en catástrofes naturales.
Actualmente comprobamos también la existencia de ataques verbales inmediatos ante las referencias y apariciones públicas de cualquier víctima del terrorismo. Dichos ataques se producen normalmente por el carácter público de dichas apariciones y no tanto por sus contenidos. Este ha sido el caso reciente de Toñi Santiago y antes lo fue el de Pilar Ruiz. Normalmente estos ataques de superficie y que intentan ser devastadores, discurren siempre con la repetida idea de que la víctima está manipulada, sea ésta ama de casa, universitaria, empresaria, funcionaria o mediopensionista. En definitiva, existen en algunos sectores, determinadas concepciones de la realidad que parecen añorar o preferir, ante este dolor social y actual que reflejan muchas víctimas, los remedios del pasado de carácter privado: entierros clandestinos, olvido, excarcelaciones silenciosas, ocultación de la víctima y burbuja aislada de protección ante la sociedad. Recetas caducas para nuevas realidades.
Ángel Altuna es psicólogo y miembro de COVITE
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