Bruno Sangro Gómez-Acebo
Diario de Navarra. 28 de diciembre de 2006
La semana pasada murió en Pamplona José Antonio Sevilla. Agotada la energía, se le acabó la vida y se fue. A muy pocos les sonará su nombre, pero yo le he venido atendiendo como médico desde hace años, así que me sé bien su historia. Lo que al fin la enfermedad ha conseguido siendo terca, lo intentó ETA hace 22 años. Un tipo entró en el bar donde asiduamente jugaba a las cartas, le acercó una pistola a la sien y disparó.
La Providencia, o quizá la vergüenza escondida en un mínimo temblor del pulso hizo que el asesino no diera con él muerto. Le arrancó una esquina del cráneo y un pedazo pequeño del cerebro y le dejó tuerto pero vivo a sus 44 años. Y asombrosamente no le quedó miedo a morir. Probablemente el pistolero o sus compañeros se consideraran valientes gudaris, pero matar por la espalda no exige valor. Lo que exige valor es vivir como lo hizo José Sevilla después de aquello. Volvió a rondarle la muerte más de una vez en forma de enfermedades y nunca le vimos un asomo de temor. Ciego ya del todo, hace un año no dudó en darle al cirujano el ánimo necesario para reparar el corazón que se le había roto. Todo un valiente.José Sevilla era policía nacional. Eso debió de ser lo que hizo que ETA le escogiera a él. Entonces, militares, policías y guardias civiles eran sus objetivos más comunes. Pero ser policía nacional fue la razón para escogerle, no el motivo para intentar asesinarle. El motivo de ETA para poner muerto tras muerto encima de la mesa ha sido siempre el mismo: buscar el quebranto en la entereza de la sociedad española ante tanto dolor y tanto miedo. Tensar la soga del sufrimiento de una nación hasta el punto en que se rompe por lo más débil, por la creencia de que ceder solamente un poco no es en realidad ceder del todo. Que es donde estamos ahora.
Desde que le dispararan a José Sevilla en 1985 mucho ha cambiado en este mundo, y casi todo para bien. Los asesinos y sus cómplices acaban habitualmente en la cárcel, se ha terminado la ocultación miserable de los cadáveres aún calientes, va desapareciendo el vergonzoso temor a coincidir en el portal con un vecino político o guardia civil y, salvo en demasiados reductos del País Vasco, los más de mil muertos son reconocidos de muy diversas formas, y los heridos, los viudos o los huérfanos son homenajeados con cariño, y todo eso es mucho.
Y hasta ahora siempre se ha mantenido la dignidad. Porque la dignidad no es el recuerdo. No son las medallas (rememoro a José Sevilla en la entrega de la Medalla de Oro de Navarra), ni el rótulo en la calle o en el polideportivo. Ni siquiera en el frontispicio de la Constitución. La dignidad para la víctima no es otra cosa que vivir con la certidumbre de que el dolor de todos -los heridos, los familiares, los amigos, todos aquellos que alguna vez han llorado por alguien- no ha sido en vano. De que tanta sangre por las aceras de España no les da a los asesinos ni una brizna de lo perseguido. De que el dolor de tantas casas vacías y tantos cuerpos mutilados, como el de José Sevilla, alimenta la decisión firmísima de toda la sociedad para no dar ni un paso atrás.
Esta de la dignidad de las víctimas es hoy una cuestión en peligro. Durante treinta años, con cuatro presidentes de gobierno y muy distintas representaciones parlamentarias, la firmeza de los gobernantes de España ha permitido que las víctimas llevaran con dignidad su condición. A nadie con el corazón permeable le puede extrañar que se sientan ahora traicionadas ante la expectativa de que España le conceda a ETA la capacidad de negociar el fin de la violencia. Ya sabe a traición, además de a una enorme desilusión, entrever parlamentos y ayuntamientos nuevamente poblados de quienes sienten tanto asesinato como deseado, razonable u oportuno. No es posible defender la dignidad de las víctimas de ETA si uno plantea la posibilidad de ceder siquiera parcialmente a alguna de las pretensiones de los asesinos a cambio de que le perdonen la vida a la próxima víctima. Todos los españoles ansiamos la paz, las víctimas y los miles de ciudadanos aún directamente amenazados mucho más que nadie. Pero si la paz ha de llegar a cambio de la cesión, será una paz indigna.
El inverosímil trazado de la bala que no quiso asesinarle ha permitido que la familia de José Sevilla disfrutara de él durante muchos años, y su muerte ha sido finalmente silenciosa y anónima. Por eso he querido recordar su condición de víctima del terrorismo. Por eso y por que creo firmemente que defender la dignidad de las víctimas -que es nuestra dignidad por que es a todos nosotros a quienes ETA hiere en la carne de ellos- es hoy una de las tareas más importantes de la sociedad civil. Como creo que el río de sangre vertido por ETA en tantos años forma parte del mortero que, por encima de nuestras diferencias políticas, nos une a los españoles de bien para defender un futuro común en paz y en libertad. Un futuro que no deberíamos dejar que nadie arriesgue.
Bruno Sangro Gómez-Acebo es médico
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