Contra la impunidad

Mikel Buesa

ABC, miércoles 3 de enero de 2007

UNA de las exigencias que con mayor insistencia ha puesto ETA y Batasuna sobre el tablero político, antes de que el atentado de Barajas haya marcado un punto culminante en su reciente trayectoria de empleo de la violencia política y haya suscitado un paréntesis en su relación con el Gobierno, es la de la impunidad. Ésta se reclama para los delitos cometidos por los terroristas que matan y para los que planifican, financian, justifican y exaltan las acciones de aquellos. La impunidad dejaría así fuera del castigo penal no sólo a quienes han participado en alguna de las múltiples ramificaciones de la organización terrorista -de los que unos ciento setenta se encuentran actualmente procesados- sino también a los criminales que no han sido, por el momento, detenidos. Éstos, según ha estimado recientemente la Fundación Víctimas del Terrorismo, suman un total de doscientas setenta y seis personas, de las cuales alrededor de dos centenares viven en un cómodo exilio americano o africano, y los demás, entre los que se cuentan los responsables de los delitos más graves, se acomodan a una vida clandestina en Francia o en otros países de Europa. Pero no son los únicos, pues hay también responsabilidades no reclamadas en más de ochenta asesinatos no esclarecidos para los que se desconoce la identidad de sus autores. En definitiva, más de quinientos miembros o colaboradores de ETA que tienen cuentas pendientes con la justicia verían cómo éstas se difuminan si el Gobierno, haciendo caso omiso a la constatación de que ETA no ha abandonado la violencia, mantiene su política anterior al referido atentado y atiende, de un modo u otro, a sus demandas. Y, establecida la impunidad para ellos, no sería sorprendente que, de manera inmediata, se considerara la excarcelación de los seis centenares y medio de etarras que actualmente se encuentran en prisión, sin atender a las demandas de justicia de sus víctimas.

Han sido precisamente las víctimas del terrorismo las que han llamado la atención de las autoridades políticas y de las organizaciones internacionales para evitar que la impunidad pueda plantearse. En efecto, fue en enero de 2004 cuando, en su primer congreso internacional, víctimas llegadas a Madrid desde siete países plantearon entre sus conclusiones que «los crímenes terroristas sean considerados como violaciones de los derechos humanos... y sean incluidos en la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional». Tal consideración haría del terrorismo un delito perseguible en todo tiempo y lugar, con independencia de cuándo y dónde hubiera sido cometido, pues los derechos humanos son universales, irrenunciables e inviolables, y los crímenes contra ellos son imprescriptibles y se sujetan al principio de justicia universal. Ello no puede ser de otra manera porque el valor de los seres humanos es inconmensurable. El académico marroquí Mohammed Allal Sinaceur expresó con bellas y contundentes palabras la razón última de esta constatación: «Con cada hombre que nace, el mundo es concebido nuevamente. Con cada hombre que muere, todo el mundo desaparece».

Más recientemente, en abril de 2006, el secretario general de Naciones Unidas se ha hecho eco de esa reclamación de las víctimas, incluyendo en su informe Unidos contra el terrorismo una firme declaración en el mismo sentido. «Ningún fin -señala Kofi Annan- justifica los ataques intencionados contra civiles y no combatientes. Los actos terroristas son una violación del derecho a la vida, la libertad, la seguridad, el bienestar y el derecho a vivir sin temor». No en vano el primer mandatario internacional menciona la vida, la libertad y la seguridad, pues son estos tres conceptos los que aparecen en el frontispicio de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en tanto que matriz de la que emanan todos los derechos proclamados en ella. Y si el terrorismo quebranta esos derechos tan fundamentales, resulta evidente que ha de ser considerado como un delito contra ellos.

Pero también cabe adentrarse en la calificación de los delitos terroristas a partir de los conceptos de crimen de guerra y de crimen contra la humanidad. Con un criterio irreprochable, el grupo de alto nivel sobre las amenazas, los desafíos y el cambio, nombrado en 2003 por el secretario general de la ONU, definió el terrorismo teniendo en cuenta dos elementos: por una parte, su materialización en actos de violencia dirigidos contra civiles o no combatientes; y por otro, su finalidad política al proponerse «intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo».

El primero de estos elementos abre la posibilidad de tratar el terrorismo como crimen de guerra, pues aunque este concepto es en principio sólo aplicable a las conductas que violan las leyes y costumbres de la guerra en el marco de conflictos internacionales, puede aducirse lo dispuesto en el tercer artículo común a los Convenios de Ginebra de 1949 que es aplicable a los conflictos armados internos a cada país. Según él, se prohíben «los atentados contra la vida y la integridad corporal, ...el homicidio en todas sus formas, las mutilaciones, los tratos crueles, la tortura y los suplicios, la toma de rehenes, los atentados contra la dignidad personal, las condenas ficticias y las ejecuciones sin previo juicio ante un tribunal legítimamente constituido... de las personas que no participen directamente en las hostilidades». Asimismo, el IV Convenio de Ginebra prohíbe expresamente el terrorismo -entendido como los ataques contra civiles- en cualquier conflicto armado, sea interno o internacional. Y, por otra parte, los precedentes establecidos por los Tribunales Penales Internacionales para Ruanda y Yugoslavia, así como el estatuto del Tribunal Penal Internacional, permiten aceptar la extensión del derecho de guerra a los conflictos internos. En relación con España, no sería difícil identificar todos esos supuestos delictivos que se acaban de enunciar entre las miles de acciones terroristas ejecutadas por ETA.

Y el segundo -el carácter político del terrorismo- abre, a su vez, una vía hacia su consideración como crimen contra la humanidad. En efecto, tienen este carácter los actos sistemáticos de violencia contra las personas, haya guerra o haya paz, que son producto de la persecución por motivos políticos, raciales o religiosos de un grupo humano identificable, incluso cuando no sea violada la ley nacional del país en el que se perpetren. Ambas notas son atribuibles al terrorismo, pues sus ataques mantienen una línea de continuidad temporal, más allá de que su intensidad o repetición puedan ser variables, y se cometen contra personas pertenecientes a un conjunto humano identificado como «enemigo», por razones esencialmente ideológicas y, por tanto, políticas. Así, en el caso de ETA la sucesión de atentados, extorsiones, secuestros, amenazas o actos de violencia callejera dura ya más de cuatro décadas; y las personas que han sido objeto de su violencia se han ido ampliando en círculos concéntricos hasta abarcar a la práctica totalidad de quienes defienden una sociedad democrática alejada de los presupuestos del nacionalismo.

Por tanto, son varias las posibilidades conceptuales para entender que los crímenes terroristas han de ser considerados imprescriptibles y sujetos a jurisdicción universal. En estas circunstancias, una política auténticamente progresista, más aún en las circunstancias actuales cuando el atentado de Barajas ha roto una vez más el espejismo de la solución dialogada al terrorismo, sería introducir esos principios en el ordenamiento jurídico interno; y no, como parece, tratar de acortar los plazos de prescripción de tales delitos y, menos aún, ser condescendiente con quienes los cometen, minimizando sus responsabilidades o diluyéndolas en confusas políticas de pacificación. Pues sigue siendo una verdad esencial, moral y política, la que hace veinticinco siglos dejó plasmada Sófocles en su Filoctetes: «A los hombres les es forzoso soportar las fortunas que los dioses les asignan, pero a cuantos cargan con males voluntarios... no es justo que nadie les tenga clemencia ni compasión».

MIKEL BUESA
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

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