Ortega Lara pensó dejar pistas en su cadáver para delatar a sus captores
ABC. 1 de julio de 2007
Por Cruz Morcillo, Madrid.
«Parecía que venía de otro planeta, que no reconocía nada ni entendía. Su cara era de ausencia. Era la de otra persona. Nada tenía que ver con el Ortega Lara de las fotos que nos habían robado tantas horas de sueño desde hacía más de un año». Estaba a punto de amanecer en Mondragón cuando el secuestrado volvió a la vida. Era ya 1 de julio. Si hubieran pasado unas horas más, quizá la historia sería distinta. El cautivo, 18 meses sepultado en un nicho, luchaba por mantener su fe. Trenzó unas bolsas de basura, un cordel, para quitarse la vida y lo ensayó para que no fallara, según contó él mismo recientemente. La fecha podía ser el día siguiente. No era la primera vez que la muerte le salía al paso en esos 532 días sin final.
Con el rastro de la lucidez, Ortega Lara, secuestrado por azar e invocado como chantaje por los etarras, se dedicó a anotar en papelitos mínimos datos dispares, todos aquellos detalles «operativos» que él creía de interés sobre sus carceleros para dejar pistas. Pensaba en la muerte y en que su sufrimiento no fuera baldío. Había decidido introducir esas notas en sus fosas nasales para que las encontraran cuando le hicieran la autopsia. Información limitada, pero información al cabo para los investgadores. Espeluznante sangre fría.
«No podía casi caminar. A duras penas se sostenía en uno de nosotros. Era sobrecogedor. Había casi un centenar de agentes dentro de la nave y otros tantos esperando fuera, pero él parecía no estar allí. Se le acercó Garzón y le dijo quién era y que estaba libre. Sin duda, fue el momento más emotivo de mi carrera profesional». Diez años después del día en el que España entera se sacudió una de las peores pesadillas de la banda, el guardia civil que habla para ABC -sin nombre ni cargo, como es su deseo- rememora la noche de la liberación y los meses previos como si sólo hubieran pasado unas horas. Con detalle pasmoso habla de la víctima, del comando y de su gente. «Sólo la Guardia Civil y sólo la de San Sebastián, en ese momento, era capaz de hacer el trabajo que se hizo».
Hay dos historias paralelas, la de Ortega Lara, y la de los investigadores, que confluyen el 1 de julio de 1997 en la nave Jalgi de Mondragón. La primera empieza el 17 de enero de 1996, cuando el funcionario de prisiones es secuestrado en el aparcamiento de su casa de Burgos. Eligieron a una persona anónima, porque era una presa fácil -«el más accesible»- y porque era «carcelero». Esposado, resistiéndose a que lo sedaran, fue conducido en un camión-zulo que ya había sido la cárcel de Julio Iglesias Zamora y acabó en el agujero en el que lo encontraron un año y medio después.
Un solo golpe de suerte
El primer y único golpe de suerte para los investigadores tiene fecha de julio de ese año. La Guardia Civil lleva meses siguiendo a distancia la frenética actividad en Francia de Julián Achurra Egurola, «Pototo», jefe del aparato logístico de ETA, y de su ayudante, el francés Daniel Derguy. La Policía francesa los detiene a los dos en la granja que compartían en Lasseube, tras un seguimiento de 14 horas en coche desde París. Los franceses muestran a las Fuerzas de Seguridad españolas la documentación intervenida y salta la alarma. En un papel encuentran una anotación: un pago de cinco millones de pesetas a «Bol»; además, en una página de la agenda de Derguy figuraba una cita con el tal «Bol» y, como quien no quiere la cosa, aparecían los apellidos Ortega Lara.
La Guardia Civil reitera, pese a otras versiones, que fue el único dato bueno, «pero peinarlo y dar con un nombre llevó meses», recalca uno de los investigadores, y eso que la búsqueda del alfiler se centró en Guipúzcoa, porque ese era el mundo de «Pototo» y a él se le empezaba a enfilar como el tipo que ordenó el secuestro.
En la primavera de 1998, cuando el chantaje de los pistoleros era casi insoportable -ya habían vinculado la suerte del cautivo con la actitud del Gobierno y habían amenazado con asesinarlo-, la gente de Inchaurrondo cerró el círculo en torno a tres candidatos, tres posibles «Bol». A la cabeza de la lista estaba Jesús María Uribeechevarría Bolinaga, que a la postre resultaría ser el carcelero, tal y como apuntaban todos los indicios. Cuarentón, soltero, sin trabajo (cobraba de la banda), con fama más que fundada sobre su cercanía a ETA, tenía un taller de fresador, un chiringuito al que no faltaba ni un día pero que carecía de actividad. Entraba y salía con el camión, daba de comer al perro y poco más.
«Con «Boli» enfilado la cosa va cogiendo color -explica el funcionario, evocando cada detalle de las pesquisas-. Se acaba el trabajo de despacho y la gente sale a la calle». No hay que olvidar la zona de referencia, el «territorio comanche» de Mondragón, donde un guardia civil era y es una diana móvil y una pregunta, un argumento para la muerte.
Inchaurrondo, con su fama de azote a cuestas, se empieza a colar por las imperceptibles rendijas etarras. Bolinaga tiene un círculo estrecho de amistades (dos o tres sujetos, «liberados», igual que él); llevan una vida poco convencional y están obsesionados con la seguridad. La nave-taller de «Boli», en Mondragón, se convierte en el objetivo. La Guardia Civil tiene más que sospechas de que en Jalgi esconden a Ortega Lara y también al empresario Cosme Delclaux (es la única vez que ETA ha mantenido dos secuestros paralelos, éste último por dinero).
Nudo en la garganta
Y a ello se ponen, día y noche, dos semanas antes del desenlace, con un nudo diario en todas las gargantas. «Bolinaga compraba todos o casi todos los días pan e iba a la nave. De allí, salía sin nada y pocas veces era él el que comía. Había un perro, sí, pero no cuadraba». Los investigadores, a la vista de esta rutina, en el convencimiento de que ya no había más hilos para tirar y de que ellos mismos se sentían espiados, deciden que ha llegado la hora.
«Varios buzos pasaron noches enteras metidos en el río Deza, adonde daba una boca de respiración de la nave, pero nada. Y lo que es peor, con medios sofisticados, una cámara de calor y otra de infrarrojos no detectamos vida, sólo el perro».
El «día H» es el 30 de junio por la noche, el día en que se cruzan los caminos de los investigadores y de Ortega Lara, sepultado en vida entonces, con 23 kilos menos y la fortaleza minada por una tumba de madera con un camastro, una bombilla, un perchero y dos carteles (verano e invierno en San Sebastián).
El dispositivo es uno de los más ambiciosos jamás desplegados, con la dificultad añadida del «territorio comanche». Unos 500 hombres del Servicio de Información de San Sebastián, de los servicios centrales, del GAR y de la UEI toman la zona con el puesto de mando próximo a la nave. Todas las cautelas son insuficientes porque aún no está nada claro si Bolinaga y sus amigos sólo han puesto la nave y dentro espera un comando liberado.
El 30 por la mañana se informa al juez Garzón (estaba de guardia) y al ministro Jaime Mayor Oreja. «Yo creo que todos, desde el mando al guardia, éramos conscientes de lo que nos jugábamos». Un error podía costarle la vida a Ortega Lara y también a Delclaux, pensaban entonces.
El guión era el siguiente: primero detener a Bolinaga y sus amigos etarras -Javier Ugarte Villar, José Miguel Gaztelu Ochandorena y José Luis Erostegui Bidaguren- con la máxima discreción; después, centrarse en la nave y más tarde cerrar Mondragón a cal y canto. En ese orden se actúa, sólo con una variación. Uno de los carceleros alargó la juerga esa noche y hubo que esperar a que volviera. Los cuatro fueron arrestados a la vez en sus casas (poco antes de las tres de la madrugada). El otro punto fuera del plan fue que a esas mismas horas llegó la noticia de que se había liberado a Delclaux en Elorrio, pero los planes no variaron.
Bolinaga es llevado a la nave. «Se mantuvo impertérrito. Aquello era desesperante. La fábrica era inmensa, llena de cachivaches y máquinas. Cada uno miraba por donde podía. Fue angustioso, más a medida que pasaban las horas. Empezaba a amanecer. Algunos miraban el reloj, otros entraban y salían, unos cuantos tenían fe ciega en que el secuestrado estaba allí. Pero es que los zulos de ETA no se encuentran a no ser que sepas dónde están».
Una cocina ruinosa
Al agente se le nota que está próximo el final, que alarga recordando cada momento. «Teníamos unos datos previos y no se habían desvirtuado. Allí había una cocina, ruinosa y sucia, sí, pero con restos de comida y platos sin fregar. Pensábamos que no eran de Bolinaga». La comisión judicial se vio en la tesitura de esperar a que apareciera Ortega Lara o trasladarse a entrevistar a Delclaux; la Guardia Civil, como es habitual en su forma de trabajo, no iba a tirar la toalla. «Decidimos avisar al juzgado y que se hiciera un registro más minucioso; luego no hizo falta».
Alguien encontró dos máquinas idénticas; en una se movía un tornillo, en la otra no. «Era un cilindro de acero y hormigón que colgaba de una cadena y encajaba en el suelo». Fue necesaria una grúa porque el mecanismo de apertura, que por fin reveló el carcelero al verse descubierto, no funcionó. El gigantesco mecanismo dio paso a las tripas de la tumba desde la que sólo provenía silencio. «Matadme de una vez, hijos de puta» fue lo primero y único que oyó el guardia que bajó en primer lugar. Cuando el prisionero asomó la cabeza, decenas de agentes vieron cara a cara el horror de cerca, el de los campos de concentración, el de los muertos en vida. Pero eso ya es historia y aniversario, y Ortega Lara, padre y esposo, recuperó la suya y sigue como símbolo de resistencia contra la banda asesina.
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